Ariadna
El amanecer no llegó de golpe.
Llegó despacio, como si también tuviera miedo de interrumpir algo.
Abrí los ojos antes de que el sol entrara por completo en la habitación. La casa estaba en silencio, ese silencio profundo que solo existe cuando todos duermen y nadie espera nada de ti. Me quedé quieta unos segundos, respirando, tratando de ubicarme en mi propio cuerpo.
No estaba sola.
Noah estaba sentado en el sillón, de espaldas a la cama, con los codos apoyados en las rodillas y la cabeza inclinada hacia adelante. No dormía. Lo supe sin necesidad de mirarlo bien. Su quietud no era descanso, era vigilia.
Había pasado la noche ahí.
No tocándome.
No cruzando límites.
Solo quedándose.
Y ese gesto pequeño pesaba más que cualquier beso.
Me incorporé despacio. El movimiento llamó su atención. Giró el rostro apenas, lo suficiente para mirarme por encima del hombro.
—¿Dormiste? —preguntó en voz baja.
—Un poco —respondí—. ¿Y tú?
Negó con la cabeza.
—No mucho.
No sonó cansado. Sonó honesto.
El silencio volvió a instalarse, pero ya no era incómodo. Era denso, sí, cargado de todo lo que habíamos dicho la noche anterior… pero no asfixiante. Era un silencio que observaba.
Me levanté de la cama y caminé hasta la ventana. El cielo estaba pintado de tonos suaves, rosados y grises. El mundo seguía avanzando, indiferente a nuestros dilemas.
—Todo se siente raro —dije—. Como si hubiera pasado algo enorme y, aun así, nada se hubiera movido afuera.
—Porque lo que cambió fue adentro —respondió Noah.
Me giré hacia él.
—¿Te arrepientes de haber venido anoche?
Me miró de frente ahora. Los ojos cansados, pero claros.
—No.
—Ni yo.
Se levantó con cuidado, apoyándose brevemente en el sillón. Caminó unos pasos hacia mí, deteniéndose a una distancia prudente. Siempre consciente de no invadir.
—Pero esto… —dijo— ahora pesa.
—Sí.
—Porque ya no podemos fingir que somos los mismos de antes.
Tragué saliva.
—Yo ya no soy la misma desde que terminé con Daniel —admití—. No por la ruptura en sí… sino por darme cuenta de cuánto tiempo estuve aguantando cosas que no debía.
—Eso te hace fuerte —dijo.
—Me hace cansada —corregí.
Asintió.
—Te entiendo más de lo que crees.
Nos quedamos mirándonos. El aire entre nosotros estaba lleno de cosas no dichas, pero ya no eran secretos. Eran verdades esperando su turno.
—Hoy tenemos terapia —dije al fin.
Una sonrisa mínima cruzó su rostro.
—Lo sé.
—¿Sigues queriendo cambiar de fisioterapeuta?
Su expresión se volvió seria.
—No.
—¿Estás seguro?
—Sí —respondió—. Pero solo si tú también lo estás.
Pensé en la noche anterior.
En su presencia silenciosa.
En cómo no intentó nada.
En cómo respetó cada límite incluso cuando era evidente que sentía más.
—Estoy segura —dije.
Exhaló lentamente, como si soltara un peso que llevaba días cargando.
—Entonces hagámoslo bien.
—Eso implica reglas claras —advertí.
—Siempre fuiste buena con las reglas —bromeó, suavemente.
—Y tú pésimo siguiéndolas.
Sonrió un poco más.
Ese pequeño intercambio, casi trivial, se sintió como un milagro.
Bajamos a la cocina más tarde. Valentina estaba ahí, despeinada, con una taza gigante entre las manos. Nos miró a los dos, luego miró el reloj.
—Wow —dijo—. ¿Sobrevivieron a la noche?
—Buenos días para ti también —respondí.
—Es una pregunta válida —insistió—. Mi hermano no suele compartir oxígeno emocional con nadie.
—Valentina —dijo Noah.
—¿Qué? —se encogió de hombros—. Me alegra verlos… distintos.
Su mamá apareció detrás, observándonos con esa mirada suave que ve más de lo que dice.
—Desayuno en diez minutos —anunció—. Ariadna, ¿te quedas hoy?
—Sí —respondí sin pensar.
Noah me miró.
No sorprendido.
Solo atento.
La terapia fue distinta.
Más lenta.
Más consciente.
Cada movimiento tenía intención. Cada corrección venía acompañada de una respiración compartida. No había tensión peligrosa, pero sí una electricidad tranquila, como una corriente subterránea.
—Duele —admitió en un punto.
—¿Dónde?
—Aquí —dijo, señalando la pierna… y luego, con una media sonrisa—. Y en otros lugares menos fáciles de señalar.
Lo miré con advertencia.
—Reglas.
—Lo sé —respondió—. Solo… honestidad.
Eso me arrancó una sonrisa.
Al final de la sesión, se quedó sentado, mirándome.
—Gracias por quedarte —dijo—. No solo hoy.
—Gracias por no huir —respondí.
Nos quedamos ahí, sin tocarnos, sin besarnos, sin cruzar nada.
Pero ambos sabíamos alg
o con una claridad nueva:
Esto ya había empezado.
No con promesas.
No con impulsos.
No con besos robados.
Había empezado con la decisión más difícil de todas:
Quedarnos.
Mirarnos.
Y no mentir más.
#705 en Novela contemporánea
#2421 en Novela romántica
#dolor #oculto #corazon, #dolor#perdida #sufrimiento, #dolor#militar
Editado: 16.12.2025