Enamorada del hermano de mi mejor amiga

Capitulo 21

CAPÍTULO 21 — LO HUMANO TAMBIÉN SANA

Ariadna

Hay días que no duelen.
Y eso, después de todo lo vivido, también asusta.

La casa amaneció con un silencio distinto, uno que no estaba cargado de tensión ni de miedo, sino de rutina. De vida real. De cucharas chocando con tazas, de pasos lentos en el pasillo, de la voz de la mamá de Noah preguntando si alguien quería café.

Ese tipo de normalidad que parece pequeña, pero que en realidad es un lujo.

Yo estaba sentada en el borde de la cama, ajustándome los tenis, cuando Noah apareció en la puerta. No entró. Nunca lo hacía sin preguntar, incluso ahora.

—¿Lista? —dijo.

Asentí.

—Hoy voy a ser menos cruel —bromeé.

—Hoy confío en ti —respondió.

Y esa frase, tan simple, me atravesó más que cualquier declaración.

La terapia fue distinta desde el inicio. Noah no llegó tenso, no llegó a la defensiva. Llegó cansado, sí, pero presente. Había aprendido a respirar antes de moverse, a escuchar su cuerpo sin pelearse con él. Yo lo observaba con atención profesional… y con algo más que no intentaba nombrar.

—Avísame si sientes mareo —le dije.

—Lo haré.

Hizo el primer ejercicio con lentitud. El segundo también. En el tercero, falló. No porque no pudiera, sino porque el cuerpo a veces recuerda antes que la mente.

Se frustró. Lo vi en la mandíbula apretada, en la mirada que bajó al suelo.

—No pasa nada —dije rápido—. Hoy no es para ganar, es para entender.

—Siempre fui malo entendiendo mis límites —murmuró.

—Eso no te hace débil.

—Me hizo imprudente —respondió—. Y eso… —se quedó callado.

No lo presioné. Había aprendido que algunas palabras llegan solas.

Valentina entró con una bandeja improvisada de jugo y galletas.

—Receso obligatorio —anunció—. Por orden de la hermana menor que no quiere otro drama familiar.

Noah puso los ojos en blanco, pero sonrió.

—Gracias, Valen.

Ella me guiñó un ojo antes de salir.

Y ahí lo entendí: esa casa estaba llena de heridas, sí, pero también de intentos. De amor torpe, pero constante.

Más tarde, Noah y yo nos quedamos solos en la sala. No hablábamos. No hacía falta. Él estaba concentrado en estirar, yo en anotar mentalmente avances. Pero había algo nuevo flotando entre nosotros: comodidad.

—Ariadna —dijo de pronto.

—¿Sí?

—¿Te duele todavía?

Lo miré.

—¿Qué cosa?

—Daniel. Tu hermano. Todo.

Pensé un momento.

—Sí —respondí—. Pero ya no todo el tiempo. Y eso… me da culpa a veces.

—No debería.

—Lo sé. Pero el dolor se vuelve parte de ti, y cuando no está, te preguntas quién eres sin él.

Asintió despacio.

—Yo no sabía quién era sin el uniforme —confesó—. Sin órdenes. Sin alguien diciéndome cuándo avanzar.

—¿Y ahora?

—Ahora estoy aprendiendo a quedarme quieto —dijo—. Y es más difícil de lo que parece.

Lo miré con una ternura que no intenté esconder.

—Estás aprendiendo a ser humano —le dije—. No solo soldado. No solo sobreviviente.

Sonrió, pero no fue una sonrisa feliz. Fue una real.

—Eso duele más —admitió.

—Pero sana mejor.

La tarde pasó sin sobresaltos. Noah se durmió un rato en el sillón, exhausto. Yo me quedé ahí, observándolo, no como paciente, no como “el hermano de mi mejor amiga”, no como el hombre complicado que me descolocaba… sino como alguien cansado que por fin se permitió descansar.

Y pensé, con una claridad suave:

No siempre el amor llega con fuego.
A veces llega con silencio compartido.
Con presencia.
Con respeto.

Cuando despertó, me encontró leyéndole sin darme cuenta.

—¿Siempre te quedas? —preguntó, medio dormido.

—Sí.

—Gracias.

No fue una promesa.
No fue un beso.
No fue una confesión.

Pero fue humano.
Y por primera vez en mucho tiempo…
eso fue suficiente.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.