Hay una diferencia enorme entre acompañar a alguien…
y empezar a importarte demasiado.
Me di cuenta esa mañana, mientras preparaba café en la cocina de Noah, usando una taza que no era mía, moviéndome por esa casa como si siempre hubiera sido parte de ella. La mamá de Noah estaba sentada a la mesa leyendo, Valentina aún dormía, y todo parecía tan normal que me dio miedo.
Porque cuando algo se siente demasiado normal después del caos, el cuerpo se pone alerta.
Noah apareció apoyándose levemente en el marco de la puerta. Ya no necesitaba hacerlo tanto, pero seguía siendo cuidadoso. Yo lo miré de reojo, con ese reflejo automático de fisioterapeuta… y con otro reflejo que ya no sabía dónde guardar.
—Buenos días —dijo.
—Buenos días —respondí—. ¿Cómo amaneciste?
Pensó la respuesta.
—Raro —admitió—. No mal. Solo… raro.
—Eso suele ser buena señal.
—¿Por qué?
—Porque el cuerpo empieza a sentir cosas nuevas —le dije—. Y lo nuevo asusta.
Sonrió apenas y se sentó frente a mí con su taza.
—Soñé —dijo de pronto.
Me quedé quieta.
—¿Pesadilla?
Negó con la cabeza.
—No. Fue… tranquilo. Ella estaba ahí, pero no sangraba, no gritaba. Solo me miraba.
Sentí un nudo en el pecho. No pregunté quién era “ella”. No hacía falta.
—¿Y eso te inquietó? —pregunté con suavidad.
—Sí —respondió—. Porque por primera vez no desperté con culpa.
Eso… dolía de otra forma.
La terapia ese día empezó bien. Noah estaba concentrado, atento, incluso hizo una broma cuando perdió el equilibrio y tuve que sostenerlo por el brazo.
—No te acostumbres —dijo—. No es excusa para caerme encima.
—Lástima —respondí—. Estaba considerando empujarte.
Se rió. Una risa real. De esas que salen del pecho y no de la garganta.
Pero el cuerpo no siempre sigue el ritmo del ánimo.
En uno de los ejercicios, su pierna falló. No cayó, pero el susto fue suficiente para que su respiración cambiara. Lo vi antes de que él lo admitiera. Los hombros tensos. Las manos temblando.
—Noah —dije—. Pausa.
—No —respondió rápido—. Puedo seguir.
—No es una orden militar —le recordé—. Es cuidado.
Se quedó quieto unos segundos… y entonces explotó.
—¡Estoy cansado de parar! —gritó—. Cansado de que todo sea lento, de que todos me miren como si fuera frágil.
Me acerqué, sin tocarlo.
—Nadie aquí te ve así.
—¡Tú sí! —me lanzó—. Tú me ves roto.
Eso dolió.
—No —dije firme—. Te veo herido. Y hay una diferencia enorme.
Su respiración se volvió errática. Dio un paso atrás, apoyándose en la pared.
—No quiero fallarte —dijo, más bajo—. No quiero que un día me mires y pienses que fue una pérdida de tiempo.
Mi corazón se encogió.
—Noah —susurré—, mírame.
Levantó la vista.
—Yo no estoy aquí para arreglarte —continué—. Estoy aquí porque tú estás intentando. Y eso nunca es una pérdida de tiempo.
Las lágrimas le llenaron los ojos, pero no cayeron. Se las tragó como había aprendido a hacer.
—¿Y si un día decides irte? —preguntó—. ¿Si te das cuenta de que todo esto… es demasiado?
La pregunta no era profesional.
Era humana.
Era miedo.
—Entonces me iré —respondí con honestidad—. Pero no hoy. Y no por esto.
Se quedó mirándome como si esas palabras fueran un ancla.
Más tarde, Valentina nos encontró sentados en el piso, apoyados contra el sillón, agotados.
—Parecen dos veteranos de guerra —bromeó.
—Ella me tortura legalmente —respondió Noah.
—Y él se queja ilegalmente —dije yo.
Valentina sonrió, pero luego se puso seria.
—Gracias por quedarte —me dijo—. No solo por la terapia.
Asentí, sin saber bien qué contestar.
Esa noche, cuando me encerré en mi habitación, me senté en la cama y respiré hondo. Pensé en Daniel. En el pasado. En todo lo que había perdido… y en lo que estaba empezando a sentir.
Me asusté.
Porque querer a Noah no era una explosión.
Era algo lento.
Constante.
Peligrosamente profundo.
Y lo supe con certeza cuando escuché pasos en el pasillo y su voz suave del otro lado de la puerta.
—Ariadna… ¿estás despierta?
—Sí.
—Solo quería decirte algo.
Abrí la puerta apenas.
—¿Qué pasa?
Me miró con esa mezcla de fuerza y fragilidad que ya conocía demasiado bien.
—Hoy, cuando casi me rindo… me quedé porque estabas ahí.
No supe qué decir.
—Buenas noches —añadió, y se fue.
Cerré la puerta despacio, con el corazón latiendo fuerte.
Porque entendí algo que ya no podía ignorar:
Esto no era solo terapia.
Esto no era solo compañía.
Esto era el inicio de algo que ninguno de los dos sabía cómo nombrar…
pero que ya estaba dejando huellas.
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Editado: 16.12.2025