Nunca pensé que una casa pudiera sonar tan vacía.
No es que no hubiera ruido. El reloj seguía marcando las horas, la nevera zumbaba, Valentina hablaba por teléfono en su habitación, mamá movía cosas en la cocina. Pero aun así… todo estaba en silencio.
Porque Ariadna ya no estaba.
Me quedé de pie en la sala durante varios minutos después de que se fue. No me senté. No me moví. Solo miré la puerta cerrada como si fuera a abrirse sola, como si ella fuera a regresar diciendo que todo había sido un error, que exageramos, que podíamos intentarlo otra vez sin tanto miedo.
No pasó.
—Noah —dijo mamá con cuidado—. ¿Estás bien?
Asentí sin mirarla.
Mentí sin esfuerzo.
Eso siempre se me dio bien.
Subí a mi habitación y cerré la puerta. El aire ahí dentro era distinto. Olía a ella. A su crema, a su shampoo, a algo que no supe nombrar hasta que faltó: presencia.
Me senté en la cama y apoyé los codos en las rodillas.
Solo unos días, me había dicho.
No es un adiós.
Y aun así… sentía que algo definitivo había ocurrido.
Intenté convencerme de que era lo correcto. De que había hecho lo necesario para protegernos. De que el apego era peligroso, de que amar siempre termina en pérdidas, de que yo no podía cargar con otra ausencia más.
Pero el cuerpo no entiende de discursos.
El cuerpo solo entiende que algo esencial ya no está.
Esa noche casi no dormí. Cada vez que cerraba los ojos, escuchaba su voz guiándome en la terapia, contando los segundos de la respiración, diciéndome que parara cuando doliera. Me desperté varias veces con la sensación absurda de que tenía que avisarle que estaba despierto, como si eso aún fuera parte de la rutina.
No lo era.
A la mañana siguiente bajé a la cocina más temprano de lo normal. Mamá estaba sentada, tomando café.
—¿Quieres huevos? —preguntó.
—No tengo hambre.
—Noah —dijo con firmeza—. No confundas estar solo con castigarte.
Me quedé quieto.
—No me estoy castigando.
—Sí lo estás —respondió—. Y no es justo.
No dije nada. Porque si abría la boca, algo se me iba a romper.
Valentina apareció más tarde, cruzándose de brazos frente a mí.
—La extrañas —dijo.
—No.
—Sí —insistió—. Y estás haciendo eso horrible que haces cuando te importa alguien.
—¿Qué cosa?
—Alejarlo hasta que duela menos —respondió—. Spoiler: nunca duele menos.
La ignoré y me fui al patio. Empecé a hacer los ejercicios solo. Sin correcciones. Sin su voz. Sin sus manos firmes guiándome. A los diez minutos, mi pierna falló y tuve que sentarme en el suelo, frustrado.
—Maldición —murmuré.
El enojo me subió como una ola. No contra el cuerpo. Contra mí.
—Idiota —me dije—. Lo arruinaste.
Y entonces pasó algo peor que la rabia.
La recordé sonriendo.
Ariadna riéndose de mis comentarios secos. Ariadna sentada en el piso después de una sesión difícil. Ariadna mirándome como si no fuera ni un soldado ni un hombre roto, sino solo alguien que valía la pena quedarse.
El pecho me dolió.
Me levanté con dificultad y entré a la casa. Subí directo a su habitación. Sabía que no debía, pero necesitaba comprobar algo.
Estaba vacía.
La cama hecha.
El escritorio ordenado.
Ni rastro de ella.
Excepto… una libreta olvidada en el cajón.
La abrí con cuidado. No eran notas clínicas. Eran pensamientos sueltos, frases a medias, dibujos pequeños en los márgenes. Y una frase subrayada que me dejó sin aire:
“A veces quedarse también es un acto de valentía.”
Cerré la libreta de golpe.
—Mierda… —susurré.
La culpa me golpeó con fuerza. No la había dejado quedarse. No del todo. Le pedí distancia cuando ella me ofrecía presencia. Le pedí silencio cuando ella estaba siendo honesta.
Y ahora el silencio era mío.
El teléfono vibró en mi bolsillo. Mi corazón se aceleró como un novato.
No es ella, me dije.
Pero lo era.
Ariadna.
Me quedé mirando la pantalla sin responder. El miedo me paralizó. ¿Y si decía algo que no podía sostener? ¿Y si pedía que volviera y luego no sabía cómo no lastimarla?
El teléfono dejó de vibrar.
Un segundo después, llegó un mensaje.
“No te llamé para que me pidieras que vuelva. Solo quería saber si estás bien.”
Eso me rompió por dentro.
Le devolví la llamada antes de que pudiera arrepentirme.
—Hola —dije.
—Hola —respondió ella—. Perdón si interrumpí.
—No —me apresuré—. No interrumpiste nada.
Hubo silencio. No incómodo. Doloroso.
—Me caí hoy —admití.
—¿Te lastimaste? —preguntó de inmediato, la profesional, la humana.
—No —respondí—. Solo… me di cuenta de que no puedo hacer esto solo.
Respiró del otro lado.
—Noah…
—No te estoy pidiendo que regreses ahora —continué—. Ni que prometas nada. Solo… necesitaba decirte que tu ausencia se siente como perder algo que todavía estaba aprendiendo a cuidar.
Las palabras salieron solas. Sin estrategia.
—Eso también me asusta —respondió ella—. Pero no me arrepiento de haberte dicho la verdad.
Cerré los ojos.
—Yo tampoco —admití—. Solo… no supe qué hacer con ella.
—Nadie nos enseña —dijo—. Estamos improvisando.
Sonreí, aunque dolía.
—Cuídate —le dije.
—Tú también —respondió.
La llamada terminó. Pero algo había cambiado.
No estaba mejor.
No estaba resuelto.
Pero por primera vez desde que se fue, el silencio ya no era castigo.
Era espera.
Y mientras me sentaba otra vez en la cama, entendí algo que me dio miedo… y esperanza al mismo tiempo:
Alejarme no me protegió del dolor.
Solo me mostró cuánto importaba.
Y tal vez…
amar no era perder a quien se queda,
sino perderse a uno mismo cuando no se atreve.
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Editado: 16.12.2025