Hay amores que no necesitan gritar para existir.
Solo… empiezan a notarse.
En la forma en que alguien te mira cuando cree que no estás viendo.
En cómo se anticipa a tus manías sin que se lo pidas.
En los silencios que ya no incomodan, sino que acompañan.
Yo lo supe esa mañana, al bajar a la cocina.
Noah ya estaba ahí.
De pie, apoyado en la muleta, concentrado en algo tan simple como servirse café. Pero había algo distinto en su postura. No solo físico. Era como si el cuerpo, por primera vez en mucho tiempo, no estuviera en guerra consigo mismo.
—Buenos días —dije.
Levantó la mirada y sonrió.
No esa sonrisa defensiva de antes.
No la cansada.
La real.
—Buenos días —respondió—. Dormiste bien.
No fue una pregunta.
Fue una observación.
—Sí —admití—. ¿Y tú?
—También —dijo—. Sin pesadillas.
Eso me llenó el pecho de algo tibio.
La mamá de Noah apareció detrás, acomodando platos.
—Hoy hice desayuno completo —anunció—. Terapia o no, hay que alimentar el cuerpo.
Valentina entró justo después, exageradamente casual.
—Oh —dijo—. Buenos días a… todos.
Nos miró a los dos con esa expresión que gritaba sé cosas, pero no dijo nada más.
Nos sentamos a la mesa.
Y fue ahí donde empezó todo.
El plato frente a mí tenía tomate.
Tomate crudo.
Lo miré con resignación. Siempre intentaba comerlo, siempre fracasaba.
Noah lo notó.
No dijo nada.
Simplemente estiró la mano, deslizó mi plato hacia él y el suyo hacia mí, intercambiando el tomate por la cebolla que sabía que me encantaba.
—No te gusta —dijo, como si fuera lo más natural del mundo.
Parpadeé.
—¿Cómo…?
—Siempre los apartas primero —respondió—. Creí que era una señal.
Sonreí, sorprendida.
—Gracias.
Valentina carraspeó exageradamente.
—Qué gesto tan… normal —dijo—. Absolutamente normal. Nada que ver aquí.
La mamá de Noah solo sonrió, sin decir una palabra.
Unos segundos después, Noah miró su plato.
—¿Quieres los guisantes? —pregunté.
Hizo una mueca.
—Los odio.
—Perfecto —respondí, quitándolos y pasándolos a mi plato—. Yo los amo.
Nos miramos.
Reímos.
Valentina se llevó la mano al pecho.
—Dios —susurró—. Es peor de lo que pensé.
—Valentina —advirtió su madre.
—¿Qué? —se defendió—. Solo estoy siendo testigo de un romance doméstico en pleno desarrollo.
Noah negó con la cabeza, pero estaba sonriendo.
Y yo… yo sentí algo asentarse dentro de mí.
No era euforia.
No era miedo.
Era certeza.
Después del desayuno, tocaba terapia.
Noah caminó hasta la sala con la muleta, firme. No rápido, no perfecto… pero seguro. Cada paso era una pequeña victoria. Yo lo observaba sin intervenir, conteniendo el impulso profesional y el emocional al mismo tiempo.
—¿Duele? —pregunté.
—Un poco —respondió—. Pero ya no como antes.
—Eso es progreso.
—Eso es esperanza —corrigió.
Me miró al decirlo.
La sesión fue fluida. Noah estaba más conectado con su cuerpo, menos tenso. Incluso se permitió bromear cuando perdió el equilibrio y tuvo que apoyarse en mí.
—Cuidado —dijo—. Te estás volviendo parte del soporte técnico.
—Eso no está en mi contrato —respondí.
—Podemos renegociar —sonrió.
El roce fue breve.
Casual.
Pero cargado.
Nuestras miradas se sostuvieron un segundo más de lo necesario. No hubo beso. No hizo falta.
Valentina apareció en la puerta, fingiendo buscar algo.
—Wow —comentó—. Da gusto ver que ya no se están evitando.
—Nunca nos evitamos —dijo Noah.
—Ajá —respondió ella—. Solo caminaban en círculos el uno alrededor del otro.
La mamá de Noah observaba desde el fondo, con esa sonrisa tranquila de quien entiende más de lo que aparenta.
Más tarde, mientras Noah descansaba, me senté en el sillón con una libreta. Fingía escribir notas, pero en realidad lo miraba. Él estaba recostado, los ojos cerrados, respirando con calma.
—Ariadna —dijo de pronto, sin abrirlos—. No me mires así.
—¿Así cómo?
—Como si estuvieras comprobando que sigo aquí.
Tragué saliva.
—Es que… durante mucho tiempo pensé que te estabas yendo.
Abrió los ojos.
—Yo también —admitió—. Pero hoy no.
Se incorporó un poco, con cuidado.
—Gracias por no esconder lo que sientes.
—Gracias por no huir —respondí.
Cuando llegó la tarde, la casa estaba llena de una energía distinta. No ruidosa. Viva. Noah caminó un poco más, se apoyó menos en la muleta. Cada paso era observado con atención silenciosa por su madre, por Valentina… por mí.
—Está mejorando —dijo su mamá, más tarde, mientras lavábamos platos.
—Sí —respondí—. Mucho.
—No solo el cuerpo —añadió.
Nos miramos.
—Lo sé —dije en voz baja.
Por la noche, Noah y yo nos quedamos en la sala, sentados uno al lado del otro. No estábamos pegados. No era necesario. El espacio entre nosotros ya no era distancia, era elección.
—Tengo miedo de que esto se rompa —confesé.
—Yo también —respondió—. Pero por primera vez… no quiero correr.
Giró el rostro hacia mí.
—Quiero caminar. Aunque sea lento. Aunque necesite muleta.
Sonreí.
—Yo camino contigo.
No nos besamos.
Solo entrelazamos los dedos.
Y esa noche entendí algo que me hizo sonreír por dentro:
El amor no siempre llega como una tormenta.
A veces llega como una mesa compartida,
un plato intercambiado,
un paso más sin dolor.
Y cuando por fin se deja ver…
ya no necesita esconderse
#705 en Novela contemporánea
#2421 en Novela romántica
#dolor #oculto #corazon, #dolor#perdida #sufrimiento, #dolor#militar
Editado: 16.12.2025