No hubo fuegos artificiales.
No hubo discursos memorables ni promesas imposibles.
El final —nuestro final— llegó como llegan las cosas que se quedan:
en lo cotidiano, en lo sencillo, en lo verdadero.
Me desperté con el sonido del agua hirviendo en la cocina.
Ese detalle, tan mínimo, fue suficiente para saber que el día iba a ser distinto. No mejor, no perfecto. Distinto en la forma en que lo son los días que ya no se viven a la defensiva.
Me levanté despacio y caminé por el pasillo. La casa respiraba calma. Al asomarme, lo vi: Noah, apoyado en la encimera, moviéndose con una seguridad que meses atrás parecía imposible. La muleta descansaba a un lado, olvidada, como una vieja compañera que ya no hacía falta en cada paso.
—Buenos días —dije.
Se giró y sonrió.
—Buenos días —respondió—. Hice café… y quemé las tostadas.
—Progreso —dije, riendo.
—Definitivo.
Me acerqué y apoyé la cadera en la encimera. Lo observé sin prisa. A veces me sorprendía haciendo eso: mirarlo como quien confirma que algo real no se ha evaporado. Como quien agradece en silencio.
—Hoy caminé sin la muleta hasta el patio —me contó—. Me cansé, pero no dolió como antes.
—Eso es enorme.
—No lo sentí como una victoria ruidosa —dijo—. Más bien como… un permiso.
Asentí. Entendía.
Valentina apareció con el cabello revuelto y una sonrisa sospechosa.
—¿Puedo decirlo ya o todavía es temprano? —preguntó.
—Decir qué —respondí.
—Que esta casa volvió a sentirse como hogar —soltó—. Listo. Ya lo dije.
La mamá de Noah entró detrás, acomodándose la bata.
—Tiene razón —dijo—. Y no porque todo esté resuelto… sino porque ya no huimos.
Nos miramos. Nadie discutió eso.
Después del desayuno salimos. No lejos. No por obligación. Por ganas. Caminamos despacio hasta la esquina, el sol tibio en la piel, el barrio saludando sin curiosidad excesiva. El mundo había aprendido a dejarnos ser.
En la acera, Noah se detuvo un segundo. Se llevó la mano al pecho, respiró hondo. Yo me acerqué de inmediato, alerta, sin pánico.
—Estoy bien —dijo—. Solo… escuché algo adentro.
—¿Qué cosa?
—Mi cuerpo diciéndome que confíe.
Eso me hizo sonreír.
Llegamos a la plaza. El banco bajo el árbol nos esperaba como una costumbre nueva. Nos sentamos. El viento movía las hojas con ese murmullo que parece consejo.
—Ariadna —dijo Noah—. He pensado mucho en el futuro.
—Yo también.
—No quiero planearlo todo —continuó—. Pero sí quiero decirte algo.
Me miró con una serenidad que no conocía en él.
—No prometo no volver a caer. Prometo no hacerlo solo.
Sentí cómo algo se acomodaba dentro de mí.
—Yo no prometo quedarme siempre igual —respondí—. Prometo decirte cuando tenga miedo… y elegirnos incluso así.
No nos besamos. Nos tomamos de la mano. A veces eso es más íntimo.
Por la tarde, en casa, ordené mi habitación. No para irme. Para quedarme de otra forma. Abrí el cajón donde guardaba las cosas de mi hermano. Toqué la tela doblada, la foto gastada. No dolió como antes. Dolió distinto. Como duele lo que fue amado de verdad.
Noah apareció en la puerta.
—¿Puedo pasar?
—Siempre.
Se sentó a mi lado en la cama. No habló de inmediato.
—Quería decirte algo —dijo—. Empecé la terapia psicológica hoy.
Lo miré, orgullosa.
—¿Y?
—Difícil —sonrió—. Pero… honesto.
—Eso es sanar —dije.
Asintió.
—También hablé de ella —añadió—. De mi novia. Y no me sentí traidor.
Tomé su mano.
—Porque amar no se borra. Se transforma.
Por la noche, Valentina insistió en una cena familiar. Puso música vieja, bailó sola en la sala, nos obligó a reír. La mamá de Noah observaba con esa sonrisa tranquila de quien sabe que no todo será fácil, pero sí posible.
—Ariadna —me dijo en un momento—. Gracias por quedarte sin dejar de ser tú.
—Gracias por abrirme la casa como si siempre hubiera sido mía.
—Lo es —respondió.
Cuando la casa quedó en silencio, Noah y yo salimos al patio. El cielo estaba despejado, lleno de estrellas que no prometían nada… solo estaban.
—¿Te asusta el mañana? —me preguntó.
—A veces —admití—. Pero ya no me paraliza.
—A mí tampoco.
Se acercó. Apoyó la frente en la mía. Nos quedamos así, respirando juntos, como tantas otras veces. Pero esta vez sentí algo nuevo: continuidad.
—No sé cómo se ve un final feliz —dije.
—Yo tampoco —respondió—. Pero sé cómo se siente empezar sin miedo.
Me besó. Un beso lento, cálido, lleno de presencia. No había urgencia. Había elección.
—Quédate —susurró.
—Me quedo —respondí—. Hoy. Y mañana veremos.
Sonrió.
Entramos a la casa. Apagamos luces. Nos acostamos sin prisa, abrazados, escuchando la noche. Pensé en los que se fueron. En los que quedamos. En lo frágil y valiente que era seguir.
Y entendí algo que me acompañará siempre:
El amor no nos salva del dolor.
Nos enseña a no huir de la vida.
Y eso… eso basta.
FIN.
🤍
,
❤️❤️❤️ Querido lector que has llegado hasta aquí, espero que un amor tan bonito como este te encuentre te abrace y nunca te suelte...❤️
Nos vamos en un próximo libro ❤️
#705 en Novela contemporánea
#2421 en Novela romántica
#dolor #oculto #corazon, #dolor#perdida #sufrimiento, #dolor#militar
Editado: 16.12.2025