Enamorarme la primera vez fue mi error

capítulo 10

Llego a mi casa y tomo una ducha. Esta noche hay juego, y a pesar de que RD perdió seis carreras a tres, y fue eliminada por USA el martes pasado, en San Diego, hoy me toca apoyar el equipo de Molly, o sea, Puerto Rico. Ni modo, no queda de otra. Todo sea por la amistad y el amor al deporte.

Me preparo un sándwich de atún y me tiro en el mueble a matar un poco el tiempo, viendo Mentes Criminales.

Termino el episodio con los mocos tendidos, porque se ha ido mi Derek. Qué triste, con lo que me gustaba a mí el morenazo de Morgan.

Me maquillo ligero, como hace un calor infernal, me hago una cola de caballo, me pongo unos vaqueros y una blusa de tirantes, con las letras «I’m sexy and I know it», que me regaló Molly, el año pasado, para mi cumpleaños.

Dispuesta a pasarlo en grande junto con mi compinche, abro la puerta, y me quedo patitiesa cuando me encuentro con Daniel del otro lado, a punto de tocar con una mano, y una caja de chocolates en la otra.

—¿Qué haces aquí? —Le pregunto con desgana, aún no termino de digerir el plantón de la tarde.

—Sé que te he fallado, y quería disculparme —responde con cara de perro arrepentido.

Lo miro y cojo la caja de chocolates. En caso de que decida cerrarle la puerta en la cara, por lo menos ya tendré los bombones en mi poder.

—¿Puedo pasar?

—De hecho, iba de salida.

—Seré breve —replica, en un tono urgente.

Quiero decirle que no, sé que debo decirle que no. Él tiene toda la pinta de chico malo, rompe corazones; razón por la que debería dejar las cosas hasta aquí.

La conciencia me grita que me aleje, pero por experiencia, sé que la vida es una, una corta; y yo quiero vivirla intensamente. Además, él me gusta, de verdad me encanta, por ese motivo me muevo y le cedo el paso.

Una vez en el salón, mira a su alrededor, creo que curioseando un poco. Las dos veces que ha estado aquí apenas hemos salido de la cama.

Una foto sobre una pequeña estantería le llama la atención, él se acerca, la toma y la observa durante unos segundos.

—¿Son tus padres? —Me pregunta.

Asiento.

—Tu padre era de color —afirma, pero más que una confirmación, por su cara, diría que es una pregunta.

—Creo que ya ha quedo aclarado que es mi padre —replico, y no pasa desapercibida la amargura en mi voz.

—Pero tú eres blanca —insiste con la frente arrugada, creo que confundido.

¿Y ahora qué? Me molesta su comentario. ¿A cuento de qué viene esa pregunta?

En la fotografía también está mi mamá, y él no ha dicho: «o, pero tu madre es blanca».

Me ha tocado la fibra sensible, mi padre. Me acerco a él y le quito la foto de las manos, de mala gana.

—Soy latina. —Le aclaro, molesta—, pero no dejo de ser mestiza.

—Lo siento, no quise ofenderte, solo era curiosidad. Aunque la pregunta ha estado de más, es obvio que es tu padre, te pareces mucho a él —añade con una sonrisa.

Lo miro, pero no digo nada. De pronto, me pican los ojos y aparto la mirada, para clavarla en la fotografía. Me invade la tristeza, la añoranza de ellos. Los extraño horrores.

Extraño llegar a la casa y encontrar a mi mamá frente a los fogones, horneando una de sus recetas. En ocasiones, cierro los ojos, y si me concentro lo suficiente, me parece que puedo llegar a oler su famoso pastel de fresas. Y mi padre, a él lo extraño a morir.

Mejor no sigo por ahí, porque me pongo sensiblera.

Tomo un respiro hondo y alejo los pensamientos, eso sí puedo hacerlo, porque lo que es el dolor, disminuye con el tiempo, pero nunca desaparece.

—Descuida, no has hecho ni dicho nada malo —digo, suavizando el gesto.

Reconozco que cuando se trata de mis padres siempre estoy a la defensiva.

—Siento mucho lo que pasó hoy al mediodía, me hacía mucha ilusión comer contigo, pero, como te comenté, soy nuevo y tengo que aceptar todo lo que me propongan; si no, otro lo hará por mí. Así es este negocio, y llevo mucho queriendo hacerme un nombre. Tengo veinte y seis, y ahora que por fin estoy obteniendo resultados, no quiero meter la pata.

Lo contemplo unos segundos, de verdad parece agobiado por lo sucedido. De pronto, me siento mal y hasta un poco egoísta. Es su trabajo, no puedo molestarme por algo así, y más cuando solo ha pasado una vez.

Sonrío de forma sincera.

—Está bien, no pasa nada; olvidemos el asunto.

—Entonces, ¿estoy perdonado? —inquiere con cara de pillo.

—Sí, lo estás.

Él se acerca despacio, como cazador vigilando su presa, y me toma por la cintura.

—Qué bueno, porque me moría de ganas de hacer esto.

Dicho eso se inclina y me besa con ternura, y yo, como boba, me derrito toda.

—Me gusta tu blusa. —Me dice al romper el beso—. Que sepas, que yo también pienso que eres sexi.




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