Enamorarme la primera vez fue mi error

capítulo 12

El viernes, al salir del trabajo, arrastro a Paige a mi pasatiempo favorito: las compras. En camino hacia aquí, Molly no dejó de despotricar en mi contra, que si era una mala amiga y una traidora por irme de compras sin ella.

Traté de calmarla, diciendo que se lo compensaría, pero cuando me envió un emoji con un puño levantando el dedo corazón, decidí crear un grupo, en el cual estuviera Paige, para que ella también fuera víctima de sus insultos. Después de todo, vamos de compras por y para ella.

Al llegar a Macy’s, Molly claudicó, únicamente cuando Paige le prometió que le dejaría cortar las puntas de su cabello.

Pobrecita, no sabe en el lio que se ha metido.

—¡Válgame Dios!..., pero ¿has visto los precios? —clama Paige, al ver la etiqueta de una blusa de tirantes, veraniega—. ¿A ti se te olvidó cuál es nuestro sueldo? Porque si tal es el caso, déjame decirte que no hay forma de que yo me compre varias blusas así de costosas.

—No estás aquí para mirar precios —digo, quitándole la pieza de la mano y empujándola por el pasillo—. Estamos aquí para crearte un nuevo estilo, ya después resolveremos el asunto del dinero. Además, debes aprender a darte un gustito de vez en cuando, no mirar los precios, solo dejarte llevar y cometer una locura.

—¿Y eso cómo se hace?

—Sencillo...: sales, entras a una tienda, arrasas con todo lo que te guste, al puro estilo Julia Roberts en «Pretty Woman», a diferencia de que en vez de que sea un millonario quien te pague las compras, lo haces tú misma. Cierras los ojos, pasas tu tarjeta de crédito y, luego, durante dos meses, te vuelves loca porque tienes que pagar la tarjeta y no sabes cómo, pero en cuanto te pones la linda ropa que compraste y te miras en un espejo, estás tan divina, que te dices a ti misma: «el sacrificio valió la pena».

Y dicho eso, Paige, pasa las dos horas siguientes midiéndose camisetas menos grises, más bien, de colores pasteles; faldas tejanas, que muestran más sus piernas; pantalones más ajustados, que resaltan sus curvas; y algún que otro vestido veraniego.

Al verla medirse tanta ropa no me puedo resistir y me uno a ella, aun sabiendo que no podré comprarme nada. Nos llevamos un montón de ropa a uno de los probadores, hacemos todas las combinaciones habidas y por haber, nos reímos y disfrutamos como niñas. Paige se la está pasando tan bien, que he tenido que ser yo quien dijera: basta; para detener el monstruo que yo misma creé.

—No pensé que me reiría tanto comprando ropa.

—Si ya te lo digo yo, parecías una chiquilla en la noche de Navidad.

—Es que nunca imaginé que sería tan divertido.

—Al escucharte, pensaría que es la primera vez que vas de compras.

—No, ya lo he hecho antes —dice, y al escuchar la debilidad de sus palabras, me veo en la obligación de girar la cabeza y mirarla con las cejas levantadas.

—¿Con quién? Y mira, que tu madre no cuenta —bromeo.

—Ja ja ja, qué chistosa... —dice, sarcástica, pero muy a su pesar, se ríe, y luego añade—: suelo venir sola, o cuando David viene a comprar, si necesito algo aprovecho y lo acompaño.

Joder, no sé cuál de las dos opciones es más triste: si el hecho que sea un hombre el que la acompañe o que venga sola.

—¿Y no tienes amigas?

—Claro que tengo, pero no son del tipo con las que sales de compras.

—Y eso, que solo hemos comprado, aún nos falta la parte de la peluquería, masajes, manicura, pedicura; y sales siendo otra persona, totalmente rejuvenecida. —Le comento mientras salimos del departamento de damas, y cruzamos el de caballeros—, pero eso lo dejaremos para cuando Molly esté libre, porque si no, no quieras tú saber la que nos va a montar.

Ambas nos reímos solo de imaginarlo.

—Dime una cosa, al final, nunca me has contado cómo es que tú y David se hicieron amigos.

—Mis padres me habían comprado una bicicleta nueva, mi papá tenía que irse a trabajar, así que me dijo que al regresar me enseñaría, pero yo estaba tan ansiosa que no me aguanté y tomé la bici, sin que mi mamá se diera cuenta. Salí a estrenarla, o por lo menos quería intentarlo, de manera que pasó lo que tenía que pasar...

—¿Se conocieron? —La interrumpo, totalmente absuelta en la historia.

—No... ¡Qué me partí hasta la madre! —añade, y yo me rio. Es raro escucharla hablar así—. Por si fuera poco, lo hice delante de un grupo de chicos del barrio, y como es de esperarse cuando ocurren esos casos, todos se echaron a reír, menos él. David se levantó y me ayudó a parar. Me preguntó si no sabía montar, y le dije que no, que era mi primera bici, y que mi papá estaba trabajando y no podía enseñarme, así que, él, muy caballeroso, se ofreció a hacerlo. Y desde entonces somos inseparables.

—¿Y nunca ha pasado nada de nada entre ustedes?

—¡No! —replica con rapidez, horrorizada. No sé por qué se sorprende tanto, creo que todas nos hemos colado en alguna ocasión por nuestro vecino. Si no, mírenme a mí, que ando arrastrando los huesos por Daniel—. Jamás —añade—. Siempre lo he visto como un hermano mayor, y creo que él me ve de la misma forma.




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