—Cariño, ven, vamos —instó Brianna al pequeño Evan, que miraba con recelo a la puerta con los labios prensados.
A ella se le hizo curioso y tierno a partes iguales, porque su hijo era un niño demasiado protector, y entendía bien que se enfadara si veía que alguien no trataba bien a su madre.
Apenas tenía poco más de cuatro años, pero mentalmente era muy maduro y poseía una inteligencia superior.
Salieron de la oficina y cruzaron un largo pasillo. Kane iba delante, llevando su silla de ruedas con firmeza, en tanto Riley los seguía desde atrás.
Brianna fijó su vista en la ancha espalda del rubio y en todo lo que lo rodeaba, un aura inquisitiva, cruda, poderosa y atrayente que por un segundo la desestabilizó. Se fijó en la forma tan elegante en la que se movía, el temple en cada uno de sus movimientos, haciendo ver aquel empuje de su silla como algo de clase alta.
Ah… ese tipo sería un problema, sin lugar a dudas. Detestaba a la gente como él.
Pero tenía que casarse. Esa era la piedra angular de su misión en este lugar.
—Mamá, ¿quién es ese señor? —preguntó Evan en un muy claro alemán.
Nació allá y, aunque a estas alturas dominaba dos o tres idiomas, era con el que se sentía más cómodo.
—Será mi nuevo esposo —respondió ella con calma.
Evan frunció el ceño enseguida, y su madre supo que era todo lo que podía decirle al respecto.
—¿Por qué te vas a casar con alguien así?
Ahí estaba, la molestia. No era una ira infantil, o al menos no del todo. Era la de alguien que comprendía bien la situación.
Entonces, Brianna decidió levantarlo del suelo mientras caminaban para así poder explicarle mejor todo.
—Hay algo que tengo que hacer aquí, ¿sí? Por eso vinimos, y por eso debo casarme con él. Una vez terminemos, podremos volver a casa.
La realización se reflejó en los orbes del pequeño, de un raro tono violáceo, y asintió con la cabeza.
—Entiendo. Entonces él no va a ser mi padre, ¿verdad?
—Para nada —contestó la muchacha, manteniendo la compostura, y se detuvo un momento para darle un besito en la frente a su pequeño—. Pero tienes que portarte bien con él, ¿de acuerdo? Debes ser respetuoso.
Evan puso mala cara y Brianna retomó la marcha.
—No me gusta —susurró el nene, lo que hizo suspirar a su madre.
—No tiene que gustarte —contestó la mayor en un susurro—, solo sé educado con él.
Después de todo, no podía obligar a su hijo a nada en este sentido.
Doblaron a otro pasillo y llegaron a una nueva oficina. Brianna bajó a Evan y ambos entraron. Dentro estaba un hombre en traje de apariencia muy distinguida.
—Buenos días. —La voz de Kane resonó con profundidad.
Todos hicieron los saludos protocolares, y la «ceremonia» comenzó.
Fue solo la lectura de los papeles y firmar el acta de matrimonio, nada del otro mundo, y Brianna recibió una simple argolla dorada que debía ser una baratija como alianza. Tampoco esperaba tanto.
Alguna vez soñó con una boda de cuentos de hadas, como la de una princesa, e incluso con un carruaje tirado por caballos, pero sus sueños se rompieron un día con mucho dolor en medio, y jamás pudieron volver a reconstruirse.
Al salir del lugar, con Evan de la mano, se dirigieron al estacionamiento.
—Vengan conmigo —dijo Kane con seriedad—. Riley, nos veremos más tarde en la oficina. —Miró a su asistente.
—De acuerdo, señor Beresford. Me retiro. Señora Beresford, señorito…
Riley era un poco, demasiado, formal para el gusto de Brianna. Él se fue hasta su auto, y una curiosa rubia siguió a Kane en su silla de ruedas por el estacionamiento.
Se detuvo junto a un GT 63 S, un Mercedes, sacó las llaves y abrió.
—Suban, nos vamos.
Brianna frunció el ceño enseguida y lo miró como si estuviera loco.
—Ni en tus sueños, no subiré a mi hijo a ese auto, ¿estás loco? —Lo miró con el cejo fruncido—. Me iré con Riley. Estoy segura de que puede darnos un aventón.
Volteó, y cuando dio el primer paso, vio cómo el auto de Riley salía de las instalaciones como si nada, lo que la dejó en blanco. Entonces escuchó una carcajada burlona que le revolvió todo por dentro.
—¿A ver? ¿Que Riley qué?
Frunció los labios y volvió a verlo. La satisfacción se apoderó de la cara del rubio apenas verla molesta. Sus largas pestañas se batieron con contentura indisimulada y sus ojos la taladraron con regocijo.
—Suban, no tengo tiempo para perder con ustedes. Hay mucho trabajo por hacer.
Evan pareció receloso, pero se mantuvo en silencio mientras veía a su madre.
—No me jodas, hablo en serio cuando te digo que no subiré con mi hijo ahí, ¿estás loco? Es un deportivo, y él un niño de cuatro años. Creo que la ley incluso prohíbe que se monte —espetó la muchacha y resopló—. Nos iremos en un taxi.
—¡Ah, por favor!, ¿es en serio?
—Así es. ¿Es que estar encerrado en tu mundo ideal hizo que se te olvidaran las leyes? —preguntó con evidente molestia.
Kane frunció el ceño, no muy contento por su respuesta, pero luego se fijó en el nene y resopló.
—De acuerdo, haz lo que te dé la gana. ¿Si quiera sabes dónde vivo?
—A algún lugar envié mis cosas, ¿no?
La contestación tampoco le gustó, pero a Brianna le daba igual. De buenas a primeras, parecía el típico niño rico nada acostumbrado a que alguien lo rebatiera, y a ella le encantaba jugar con gente así.
Se dio la vuelta, con su hijo de la mano, y se apresuraron a llegar a la acera para pedir un taxi.
Vio su auto pasarles por el frente, y un taxi no tardó en hacer acto de presencia.
—Es un idiota —murmuró y sonrió antes de abrir la puerta del taxi y hablar sobre el destino.
Tenía que comprar un auto y una silla para Evan lo antes posible. Demonios… tenía tantas cosas por hacer, y todo por culpa del malnacido de su padre.