Dos años antes.
—Oye, se te cayó esto.—dijo una voz a mis espaldas llamando mi atención, me volví hacia dicha voz y me sentí momentáneamente hechizada, un hombre pelirrojo y pecoso se encontraba en frente de mí con un espejo entre sus manos. Cuando me di la vuelta levantó sus ojos verdes y me miró y en su cara se dibujó la más tierna de las sonrisas. Mis piernas empezaron a temblar y, sin conocerlo, sentí que con solamente ese gesto me había enamorado un poquito de él.
—Gracias.—dije sin voz recibiendo el espejo, y juro por todo lo que es santo que sentí un corrientazo en toda la medula espinal. El hombre no era despampanante, no tenía esa fachada de hombre peligroso ni misterioso ni nada de esas cosas raras que señalan los libros de Jodi Ellen. Era alto pero más bien delgado, fibroso, y su cara era tan tierna que sentí unas ganas locas de tirarme encima de él y comérmelo a besos. Él apartó la mano y buscó refugio para ella y su pareja en los bolsillos de su chaqueta.
—De nada.—dijo regalándome otra sonrisa. Entonces se dio la vuelta y se fue, fundiéndose entre la gente, desapareciendo de mi vista, dejándome perdida, abandonada. Y por supuesto, muy confundida.
¿Qué fue eso?
¡Estúpida, ve tras él! ¿Dónde vas a volver a ver a alguien así de hermoso?
Haciéndole caso a mi conciencia eché a correr por donde le había visto desaparecer, pero no le veía por ningún lado.
Bonito lugar donde te fui a conocer
La Quinta Avenida en Nueva York a esta hora estaba llena de gente inútil que no se quitaba para dejarme buscar al pelirrojo, yo corría con desesperación y enojo, pareciera que todo el mundo al verme tan desesperaba hubiera decidido caminar lentamente y pegarse más los unos a los otros. Conteniendo un gruñido me escabullí entre la gente aprovechando mi altura, que no era mucha, para salir de la avalancha humana. Salí a la acera y lo vi, estaba parando un taxi, dispuesto a subirse. Viendo mis posibilidades extinguirse y sin saber muy bien porqué, grité:
—¡Oye!
Él no me escuchó, claramente y se subió al taxi, cuando lo hizo bajó la ventanilla y al tratar de acomodarse para ponerse el cinturón, me vio. Durante un precioso segundo nuestras miradas se entrelazaron, yo le sonreí pero él no me devolvió el gesto, y entonces el taxi echó a andar.
Cuando desapareció entre el tráfico y tanto automóvil parecido, tuve la horrible sensación de que había acabado de perder algo realmente valioso.
*