Esta obra es una traducción al español del libro original escrito en inglés. A pesar de nuestros esfuerzos por ofrecer una versión fiel y de alta calidad, es posible que existan algunas diferencias con respecto al texto original, ya sea en el estilo, las expresiones coloquiales o ciertos giros lingüísticos.
Prólogo:
El corazón de Zayan latía con fuerza desbocada. Unas gotas de sudor perlaban su frente. Se encontraba frente a aquella pequeña casa, incapaz de reunir el valor necesario para tocar la puerta. No sabía por qué, pero un temor extraño le oprimía el pecho. Ni siquiera lograba comprender qué era lo que temía exactamente.
Al otro lado de esa puerta estaba la mujer que lo había perseguido durante años en sus sueños. Y apenas unos días atrás, había descubierto que no era un sueño, sino una realidad. Una parte de su vida. Su esposa. La madre de su hijo.
Zayan no sabía cómo enfrentarse a ella después de tantos años. ¿Qué podría decirle? ¿Cómo explicarle por qué nunca había regresado? Y lo más doloroso: aún no recordaba nada de ella. Siempre pensó que era una ilusión de su inconsciente.
Y Muntaha… ¿lo habría esperado todo este tiempo? ¿O…?
Zayan no pudo continuar con ese pensamiento. Tal vez por eso sus nudillos temblaban y no se atrevía a golpear la puerta.
Ella era su esposa, aunque él no pudiera recordarla. Y sin embargo, en lo más profundo de su alma, había un lugar reservado para ella. Aunque la hubiera olvidado, deseaba con un fervor inexplicable que Muntaha no lo hubiera olvidado a él. Que aún lo estuviera esperando.
Inspiró profundamente. Y con el valor que apenas logró reunir, golpeó suavemente la puerta.
Sentía que el corazón estaba a punto de estallarle.
La puerta se abrió.
Fin del prólogo.
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—Tú… tú estás muy guapa —alcanzó a decir, casi sin pensar, al mirarla.
Una tímida sonrisa se dibujó en los labios de ella al oír sus palabras.
—¿De verdad? —respondió, mientras se aferraba con suavidad al tejido suelto de su vestido y daba una pequeña vuelta sobre sí misma.
Zayan quedó hechizado por su belleza. Su corazón empezó a latir con fuerza —una sensación que nunca antes había experimentado. Casi sin darse cuenta, extendió la mano y tomó la suya, notando el color del henna que adornaba sus dedos. Sus miradas se encontraron y, de pronto, la sonrisa de ella se desvaneció. Una expresión de preocupación ocupó su lugar.
—¿Qué sucede? ¿Estás bien, Zayan? ¿Zayan? —preguntó con ansiedad.
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El alba comenzaba a teñir la ciudad con suaves pinceladas de rosa y oro. Las persianas inteligentes del dormitorio de Zayan se ajustaron automáticamente, dejando al descubierto el impresionante panorama. Pero él no había dormido.
Despertó de golpe. El sudor brillaba en su piel. La pesadilla aún lo envolvía como un sudario. Respirando con dificultad, se sentó y apartó la lujosa manta de cachemira. El reloj digital, resplandeciente sobre la mesilla de noche, marcaba con crudeza las 3:00 a. m.
La imagen del sueño seguía viva, palpitante. La figura de aquella mujer —esa presencia constante, indescifrable— lo perseguía con la intensidad de un enigma sin resolver.
Se levantó, y el lino frío de la cama se pegó a su piel. Caminó lentamente hasta la gran ventana, sus pies descalzos enmudecidos sobre el suelo de concreto pulido. La abrió, permitiendo que el aire fresco de la madrugada acariciara su rostro. Su flequillo danzaba al ritmo del viento.
El cielo era un vasto lienzo tachonado de estrellas. Y aun así, su alma estaba extraviada.
¿Quién era ella?
No era la primera vez que la veía. Ni la segunda. Ni la tercera.
La había soñado tantas veces que había perdido la cuenta. Al principio pensó que era solo eso: un sueño. Pero ahora… algo dentro de él decía que no. Que había algo más. Que había un propósito.
Se llevó la mano a la frente, intentando encontrar claridad.
Miró hacia el firmamento, como buscando respuestas entre las constelaciones.
Y entonces, recordó un hadiz del Profeta Muhammad (la paz y las bendiciones sean con él):
“Nuestro Señor desciende al cielo más cercano durante el último tercio de la noche y dice: ¿Quién Me invoca para que Yo le responda? ¿Quién Me pide para que Yo le dé? ¿Quién Me pide perdón para que Yo le perdone?”
Lentamente, se dirigió al baño contiguo, deslizándose casi como una sombra.
La tenue luz de una lámpara de noche se reflejaba en las superficies de mármol, dando al espacio un aura serena.
Con movimientos tranquilos y acostumbrados, comenzó su wudu. Murmuró “Bismillah”, encomendándose al Creador. Se enjuagó la boca y la nariz, se lavó el rostro, los brazos hasta los codos, y con dedos húmedos acarició su cabeza, sus oídos y pies. Cada gesto era una ofrenda consciente, una súplica silenciosa.
De vuelta al dormitorio, desplegó su alfombra de oración. El mundo se desdibujó. Solo quedaban él, la noche y el silencio.
Se colocó frente a la qibla. Alzó las manos hasta sus oídos y pronunció el takbir, el inicio de la plegaria. Sus palabras, suaves y profundas, llenaron el espacio. En ese instante, ya no estaba en su dormitorio. Estaba postrado sobre arena tibia, bajo un cielo eterno.
La oración fluyó, una danza sagrada de inclinaciones y postraciones, un diálogo entre su alma y el Invisible. Su voz, siempre firme y autoritaria en las salas de reuniones, ahora era apenas un susurro reverente.
Con cada rakat, la angustia se deshacía poco a poco, como nudos liberándose bajo el agua.
El incienso de sándalo, el perfume de la hierba recién cortada, el murmullo del viento... todo se confabulaba para ofrecer consuelo.
Cuando terminó, se sentó sobre sus talones. Bajó la cabeza, entregado en súplica.
El du’a brotó de sus labios como una confesión íntima, una lluvia de anhelos y heridas.