Muntaha estaba organizando su tocador cuando sus ojos se detuvieron en un lápiz labial. Se quedó inmóvil, los dedos suspendidos sobre él. Rara vez lo usaba, y sin embargo, ese día, por alguna razón, sintió el impulso de aplicárselo. Lentamente, destapó el tubo y lo deslizó sobre sus labios.
Un suave color floreció sobre su piel, sutil pero visible. Se miró en el espejo. Bonita… pero, ¿para quién?
Una pesadez se le asentó en el pecho. No había nadie que lo apreciara. Nadie que notara esos pequeños gestos que hacía. Con un suspiro, extendió la mano en busca de un pañuelo para borrarlo—
—¡Moon!
La voz de Zayan resonó en la casa, aguda y urgente. El corazón de Muntaha dio un brinco. Sonaba como si se hubiera caído. Salió corriendo, el pulso desbocado, solo para encontrarlo de pie en la puerta, sin aliento, las manos apretando algo con fuerza.
—¡Moon, mira! —dijo, mostrándole un pequeño ramo de flores frescas. Su cabello estaba un poco despeinado y su pecho subía y bajaba como si hubiera corrido una gran distancia.
Muntaha exhaló, llevándose una mano al corazón.
—¡Zayan, me asustaste!
Pero él no escuchaba. Su mirada se había quedado fija en su rostro. Su expresión, usualmente alegre, se volvió más serena, más pensativa.
—¿Qué es eso? —preguntó, acercándose.
—Nada —respondió Muntaha en voz baja, instintivamente intentando borrar el color de sus labios.
Zayan le sujetó la mano con suavidad antes de que pudiera hacerlo.
—No lo hagas —susurró—. Te ves bonita.
Un calor inesperado le subió a las mejillas. No estaba acostumbrada a los halagos, mucho menos a los tan directos.
—Gracias —dijo, desviando la mirada.
Zayan sonrió, con los ojos brillando por algo que no alcanzaba a poner en palabras. Con cuidado, colocó una flor detrás de su oreja, su roce tan leve, casi tímido.
—Ahora te ves aún más bonita.
Por un instante, ninguno dijo nada. El silencio llenó la habitación, interrumpido solo por el susurro de las hojas afuera. Algo quedó suspendido entre ambos—algo que ninguno comprendía del todo, pero tampoco quería romper.
Muntaha bajó la mirada, sintiendo una extraña sensación de calma instalarse dentro de ella. Había deseado ser vista. Y de alguna manera, sin necesidad de decirlo, Zayan la había visto.
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Los días pasaron como en un suspiro. La temporada de lluvias dio paso al otoño.
Muntaha descubría que su afecto por Zayan crecía con cada amanecer. Pero ese día, algo cambió entre ellos.
Zayan veía dibujos animados, su risa llenando la casa, mientras Muntaha repasaba mentalmente las tareas pendientes. Cuando se aseguró de que todo estaba en orden, se dirigió al personal del hogar.
—Pueden irse a descansar.
Asintieron y se retiraron. Muntaha, entonces, regresó al interior.
Apenas cruzó el umbral, se detuvo en seco.
El programa hacía rato había terminado. En la pantalla parpadeaban imágenes que le provocaron un malestar inmediato. Su pulso se aceleró, la mente en blanco tratando de procesar lo que veía.
Zayan seguía mirando.
Sus manos actuaron antes de que su pensamiento pudiera alcanzarlas. Caminó rápido y apagó la televisión de un golpe seco. El silencio que siguió cayó como una losa.
—Ya has visto suficiente —dijo, esforzándose por mantener la voz estable—. Ve a dormir.
Se giró, decidida a concentrarse en cualquier otra cosa. Las sábanas. Sí. Arreglar la cama. Mantener las manos ocupadas, tal vez así se disiparía el nudo en su garganta.
Apenas había comenzado cuando sintió un movimiento a sus espaldas.
Muntaha se quedó paralizada.
Sin previo aviso, Zayan la abrazó por la espalda. El gesto fue repentino. Desconocido.
El aire se le atascó en los pulmones.
Él imitaba lo que acababa de ver.
Muntaha se quedó rígida, la mente dando vueltas. Quería hablar. Moverse. Pero el peso del momento la aplastaba.
—Zayan… —logró decir, más bajo de lo que pretendía.
Él no respondió.
La habitación se sentía más pequeña, la luz tenue dibujaba sombras que trepaban por las paredes. Ella tragó saliva, buscando palabras. Él no entendía. Eso era evidente.
Con delicadeza, dio un paso hacia adelante, rompiendo el contacto. Apretó las sábanas con los dedos, obligándose a mantener el tono sereno.
—Es tarde. Debes dormir.
Él no dijo nada. Luego, sin protestar, retrocedió.
Muntaha soltó el aire lentamente. Le temblaban las manos mientras alisaba la tela entre sus dedos.
No sabía qué sentir. Lo observó mientras se acostaba. Y, al poco tiempo, lo vio quedarse dormido.
Lo miró. Notó que estaba sudando. Y, de pronto, cayó rendida sobre la cama.
Jamás imaginó que Zayan haría algo así.
Estaba conmocionada. Y confundida.
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Muntaha salió del baño con el cabello aún mojado, envuelta en una toalla. El aire fresco le acariciaba la piel mientras buscaba el peine sobre el tocador. Estaba por pasárselo por el cabello cuando lo sintió—una mirada.
El corazón le dio un vuelco.
Giró lentamente. Zayan estaba allí, mirándola con intensidad. Su expresión era inescrutable, pero algo en ella la hizo sentirse incómoda.
—¿Qué pasa? —preguntó, con voz temblorosa—. ¿Ocurre algo?
Zayan no respondió. Dio un paso hacia ella.
Muntaha apretó el peine.
Otro paso.
Su pulso se aceleró.
Y entonces—hizo algo que jamás habría esperado.
—¡Para! —gritó, empujándolo con todas sus fuerzas.
Zayan retrocedió, los ojos abiertos de par en par, como si apenas comprendiera lo que había hecho. Muntaha se dio la vuelta, las manos cubriéndole el rostro, las lágrimas corriendo libres. ¿Qué estaba ocurriendo?
El silencio pesaba.
Hasta que la voz de Zayan—temblorosa, rota—llenó la habitación.
—Yo… lo siento, Moon —balbuceó—. No quise… yo… —Buscaba palabras como un niño que ha roto sin querer algo valioso. Respiraba entrecortadamente. Las manos le temblaban—. No quería hacerte daño…