Enredada en los sueños del magnate

16.conociendo a muntaha

No sabría cómo describir la felicidad que siento hoy.
Alhamdulillah.

Jamás podré agradecer lo suficiente a Allah Azza wa Jal. Nunca pensé que la dicha guardara tanto para mí. Allah me ha dado todo: un compañero bondadoso y amoroso. Y ahora, que voy a ser madre… me siento completa.

Zayan se está recuperando. Lento, sí, pero con certeza. Lo veo. Ya no actúa como un niño. Está madurando. Se está volviendo responsable.

La vida nunca ha sido fácil. Pero ahora… ahora estamos esperando.

Esperando la llegada de nuestro pequeño milagro.

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Hoy, cuando pienso en todo esto, me doy cuenta de que Allah Azza wa Jal me ha dado mucho más de lo que alguna vez soñé. Comprendo cuán desagradecida fui, cuán negligente al no contar las pequeñas bendiciones que siempre me rodearon.

Zayan… tú me enseñaste a verlas.

Tú me completaste.

Cuando estuve triste, tú estuviste ahí.

Cuando me sentí perdida, nunca me dejaste sola.

Y eso basta.

De verdad… para mí, eso es más que suficiente.

Muntaha miró a Zayan, que dormía plácidamente a su lado.

Observó el vaivén de su pecho.

Memorizó la curva suave de sus labios, el calor de su aliento, la forma en que sus dedos se movían dormidos, como si soñara.

Quería decírselo.

Pero nunca podía.

Así que lo escribió.

“Quizás nunca pueda decirte esto en voz alta, Zayan, pero te amo.
Te amo hasta la luna y de regreso.”

“No sé si alguna vez lo entenderás, pero para mí, eso basta.”

“Tu compañía es suficiente para mí.”

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Y entonces—nada.

No había nada más escrito.

Era la última página.

Zayan hojeó el resto del diario, sus dedos pasando las hojas con rapidez, cada vez más frenético.

Pero estaban en blanco.

Vacías.

Como el lienzo de sus recuerdos.

Sin más palabras. Como si su historia terminara allí.

Volvió a esas últimas frases. Las leyó. Una vez. Otra. Y otra.

Pero no era suficiente.

No lo era.

—¿Por qué?

Si todo había sido tan perfecto, ¿qué ocurrió?

¿Cómo se separaron?

¿Por qué ella se fue?

¿Y qué pasó con su hijo?

Un vacío se instaló en su pecho.

El dolor era tan punzante, tan real, que le faltó el aire.

¿Dónde estaba Muntaha ahora?

¿Dónde estaba su hijo?

Se pasó las manos por el cabello, temblando.

Habían pasado cinco años.
Y en todo ese tiempo, no supo nada.
Nada de su esposa.
Nada de su hijo.
Nada de su familia.

Sin pensar, agarró el teléfono.

Sus dedos volaron sobre la pantalla.

Ya había pedido a su asistente que investigara todo sobre Muntaha Islam. Su asistente se había comprometido a encontrar cada detalle. Pero Zayan no podía seguir esperando.

El teléfono sonó.

Su mandíbula se tensó. Se pasó los dedos por el cabello mientras murmuraba por lo bajo. Sujetaba el móvil con fuerza, el tono de marcado resonando más fuerte que el ventilador del techo.

Finalmente, la llamada conectó.

—¿Hola, señor...? —la voz vacilante del asistente sonó al otro lado.

Zayan no dudó. Sus palabras cortaron el aire, frías y contundentes.

—Quiero los datos. Ahora.

Hubo un silencio tenso. Se escuchó el crujido de papeles.

—Pero, señor… —balbuceó el asistente.

Zayan se detuvo en seco. Giró sobre sus talones. Su sombra se proyectó larga sobre las paredes iluminadas con tibieza. Su tono descendió, firme, afilado como navaja.

—Nada de peros. Quiero la información. Ahora mismo.

El asistente tragó saliva. Se oyó al otro lado.

—S-sí, señor. Se la envío de inmediato.

Esto no era solo por él.

No se trataba de una sola vida.

Se trataba de dos.

Y necesitaba respuestas.
Ya.

Un rato después, su teléfono vibró.

Y su respiración se detuvo.

Con manos ligeramente temblorosas, desbloqueó la pantalla.

Un mensaje de su asistente.

Le había enviado todos los datos.

El corazón de Zayan latía con fuerza.

Sus ojos se fijaron en la pantalla.
Leyó.
Repasó la información.
Y luego—la dirección.

Y después—la foto.

Hizo clic.

Era una imagen pequeña, borrosa.
Probablemente extraída de algún antiguo currículum.

Ella llevaba el hijab, modesta y serena.

Estaba sonriendo.

Pero no era una sonrisa verdadera.

No era de alegría. Ni de paz.

Era… forzada.

Como si no tuviera tiempo para sonreír, pero tuviera que hacerlo.

Su pulgar rozó la pantalla. Sobre su rostro.

Era ella.

La chica de sus sueños.

La que lo había perseguido en sus noches sin descanso.

La que había querido creer que existía.

Y existía.

No solo era real—era su esposa.

No solo su esposa—la madre de su hijo.

Un suspiro se le escapó del pecho.

Una oleada de emociones lo arrolló—alivio, incredulidad, desesperación y…

No supo decir.

Las comisuras de sus ojos se humedecieron. Sus labios susurraron:

Muntaha.

No.

Su Moon.

Tenía que verla.

Ya.

Sus dedos se tensaron alrededor del teléfono.

Sus piernas se movieron por instinto hacia la puerta, las llaves ya en su mano.

Pero entonces—

Miró la hora.

Las 10 de la noche.
No era momento para presentarse en casa de alguien.

¿Ella abriría la puerta?

¿Querría verlo siquiera?

¿Aún lo recordaría?

¿Lo extrañaba?

Su mandíbula se tensó.

No importaba.

No podía quedarse allí, de brazos cruzados.

Estaba confundido.

¿Ir ahora?

¿Esperar hasta la mañana?

No.

Cinco años habían pasado.

Ya había perdido demasiado tiempo.

No podía permitirse perder ni un minuto más.

Esa noche.




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