Enredada en los sueños del magnate

17.me dejaste

La puerta se abrió con un chirrido, revelando a un anciano de vientre abultado que luchaba contra los botones de su camisa descolorida. El rostro, surcado por arrugas de irritación, mostraba unas cejas fruncidas con fastidio. La tenue luz del pasillo proyectaba sombras angulosas sobre su ceño fruncido, y su voz rebosaba impaciencia.

—¿Qué quiere? —espetó, con un tono cortante, como si la mera presencia de Zayan fuera una ofensa.

Zayan se quedó inmóvil, las palabras atoradas en su garganta. Sus dedos se cerraron en un puño a su costado. Titubeó por un instante, visible. Luego, inhaló hondo, se recompuso y habló, su voz más suave de lo que esperaba.

—¿Podría ver a Moon...? Quiero decir, a Muntaha.

El ceño del anciano se hizo aún más profundo. Sus ojos se estrecharon, escudriñando a Zayan de arriba abajo, como midiendo si aquel desconocido merecía su tiempo.

—¿Muntaha? —repitió, arrastrando las sílabas como si le resultaran ajenas. Soltó un bufido y negó con la cabeza—. Aquí no vive ninguna Muntaha.

Las palabras fueron tajantes, frías como piedra. El hombre se disponía a cerrar la puerta, la madera rasgando el suelo desgastado.

Zayan reaccionó por instinto, interponiendo la mano antes de que la hoja se cerrara del todo. El anciano lo fulminó con la mirada, sujeta firme al picaporte.

—Por favor —dijo Zayan, la urgencia marcada en su voz. Sus ojos, oscurecidos por la desesperación y la firmeza, buscaron en el rostro del hombre alguna señal, algún atisbo de comprensión—. Es urgente. Necesito ver a Muntaha Islam.

El rostro del anciano se tensó aún más, los labios apretados en una línea delgada. Durante un segundo, lo único que se escuchaba era el murmullo lejano del ventilador de techo y el eco de un partido de críquet. Ese hombre había sido interrumpido en su descanso, y aquel desconocido acababa de arruinarle el humor.

Finalmente, explotó.

—¿No le he dicho ya que aquí no vive ninguna Muntaha, ni Muntaha Islam ni nadie con ese nombre? Mire, señor —su voz se alzó—, si vuelve a molestar, llamo a la policía.

Y con un portazo seco, lo dejó solo.

Zayan se quedó ahí, inmóvil, mirando la puerta cerrada como si aún pudiera atravesarla con los ojos.

Frunció el ceño. Volvió a mirar el papel con la dirección. Lo repasó, letra por letra, número por número, sintiendo cómo la frustración crecía en su interior. Era la dirección correcta. Estaba seguro.

Una tormenta comenzaba a gestarse en su pecho. La rabia se mezclaba con una punzante decepción. Apretó los puños hasta que los nudillos palidecieron, intentando calmar el torbellino de pensamientos que lo asaltaba.

Si Muntaha no estaba aquí…

¿Dónde estaba?

¿Y cómo era posible que, después de haber llegado tan lejos, solo encontrara otra puerta cerrada?

Su pecho se contrajo. Exhaló despacio, un suspiro tembloroso que no trajo alivio. Cerró los ojos y recostó la cabeza contra la pared rugosa.

Otra vez.

Otra vez en el mismo punto.

Perdido.

Vacío.

Atrapado en ese ciclo sin fin de búsqueda y esperanza, solo para encontrarse de nuevo con el silencio.

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Zayan no regresó a casa aquella noche.

Permaneció dentro del coche, observando el edificio con los ojos enrojecidos. El farol de la calle arrojaba círculos amarillentos y enfermos sobre el asfalto, donde insectos zumbaban como locos dentro de la luz. La medianoche pasó. Luego la una. Las calles se vaciaron, dejando solo perros callejeros y algún vendedor nocturno empujando un carrito humeante.

Khan Ali dormitaba apoyado contra un poste, su uniforme arrugado. La cabeza se le caía sobre el pecho una y otra vez hasta que, sobresaltado, volvía a abrir los ojos. En un momento, se acercó al coche con pasos vacilantes.

—Señor… ¿volvemos a la mansión?

Zayan negó con la cabeza. No hizo falta decir más.

En el interior de la cabina de cuero, reclinado en su asiento, cerró los ojos. Un dolor palpitante se instaló en sus sienes, marcando el mismo ritmo que su corazón. Presionó los dedos contra la frente, como si pudiera empujar fuera de sí la confusión.

Si Muntaha no estaba allí… ¿dónde estaba?

Tomó su teléfono. La luz azul de la pantalla lo cegó momentáneamente. Tres llamadas perdidas de socios en Australia. Correos urgentes sin responder.

No le importaba.

Marcó. Su asistente contestó al segundo tono, alerta, a pesar de la hora.

—¿Señor?

—La dirección. Revísala de nuevo —gruñó Zayan, con voz ronca.

—Es la misma que le envié. Lo he comprobado tres veces.

—Aquí no vive ninguna Muntaha Islam.

Silencio. Teclas repiqueteando al otro lado del mundo.

—Según los registros, esa fue su última dirección conocida, señor. Después de eso… no hay nada.

—¿Y el hospital? ¿El nacimiento?

—Sí, señor. Hospital General de Daca. Hace cinco años. El certificado de nacimiento dice: Zaeem Bin Zayan Rahman. Nombre del padre: Zayan Rahman.

Zaeem.

El nombre le atravesó el pecho. Algo profundo, una cuerda nunca tocada, vibró en su interior.

—Envíame todo. Cada documento. Cada registro.

—Ya está en su correo, señor.

Zayan colgó. Dejó caer el móvil sobre el asiento. Afuera, un perro callejero pasó trotando, con las costillas marcadas bajo el pelaje sucio.

Zaeem.
Su hijo.
Su sangre.

Cinco años.

Cinco cumpleaños. Primeras palabras. Primeros pasos. Primer día de escuela, quizás.

Todos esos momentos... perdidos.

Una extraña presión se apoderó de su pecho. Horas antes, era Zayan Rahman, magnate solitario.
Ahora… era Zayan Rahman: esposo de una mujer desaparecida.
Padre de un hijo al que jamás había abrazado.

Le ardieron los ojos. El farol de la calle se tornó difuso. Parpadeó. Sintió humedad en las pestañas.

¿Lágrimas?

No lloraba desde…

¿Desde cuándo?




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