Enredada en los sueños del magnate

21.Su siniestra intención

—Zayan, vas a ser padre —dijo Muntaha con una voz suave, cálida, colmada de ternura mientras lo llamaba—. ¿Aún quieres que te cuente cuentos antes de dormir?

Él frunció el ceño, la confusión asomando en sus facciones inocentes.

—¿Y por qué no? —preguntó, desconcertado.

Ella soltó una risa ligera mientras doblaba cuidadosamente la ropa, colocándola en su lugar asignado.

—Porque ahora, tú eres quien tiene que contarlos. Ya no los escuchas, los cuentas.

Zayan parpadeó, ladeando la cabeza como un niño que intenta comprender una verdad nueva.

—Entonces... le contaré cuentos al bebé —dijo con lógica infantil—, y luego escucharé también.

Muntaha dejó la ropa a un lado y se volvió hacia él. Le tomó ambas manos con firmeza, anclándolo al presente.

—Zayan, escúchame bien. Ya no eres un niño. Vas a ser padre. Eso significa que ahora tienes responsabilidades. No puedes seguir haciendo lo mismo de antes.

Su expresión cambió; la incertidumbre nubló su mirada.

—¿Responsabilidades? —repitió, en un susurro débil, vacilante—. ¿Qué significa eso?

Ella apretó sus manos un poco más fuerte, como si a través de su tacto pudiera transmitirle todo lo que necesitaba entender.

—Allah te ha hecho nuestro Qawwam, Zayan. Significa que tú debes cuidarnos. A mí... y a nuestro hijo. ¿Lo entiendes? Ya no se trata solo de ti. Se trata de nosotros. Debes proteger a nuestro hijo. Guiarlo. Vas a liderar esta familia. Y un líder siempre protege su hogar, a su esposa y a sus hijos.

Su voz era firme, serena. Pero había una fuerza silenciosa en ella, una que solo brota del amor y la fe.

Zayan la observó. Algo destelló en sus ojos. Tal vez comprensión... o los primeros hilos de ella. Lentamente, casi con timidez, asintió.

Pero entonces, la puerta se abrió de golpe.

E Ibrahim irrumpió en la habitación, gritando.

Zayan se encogió al instante, como si solo el sonido de su voz bastara para azotar su espíritu.

—¿Dónde está mi reloj, tú—?

Su grito retumbó en las paredes, pero se interrumpió cuando sus ojos se posaron en Muntaha.

Ella quedó helada. Jamás imaginó que alguien se atrevería a irrumpir en esa habitación sin llamar, y menos a esa hora de la noche. Se volvió de inmediato, cubriéndose con el chal, y dijo con firmeza:

—¿Qué clase de comportamiento es este?

Ibrahim se detuvo, momentáneamente desconcertado. Su mirada cayó sobre ella... y no se apartó. Su expresión se transformó; la confusión nubló su rostro, pero pronto endureció la mandíbula y recompuso su pose.

—Dile que me devuelva el reloj —espetó, aunque sus ojos ya no buscaban a Zayan. Seguían atrapados en ella.

Muntaha lo notó. Y no le gustó. En absoluto.

Su voz se endureció.

—¿Por qué habría de tomar tu reloj?

Ibrahim se encogió de hombros, pretendiendo inocencia, pero la sonrisa que curvaba sus labios lo delataba.

—¿Cómo voy a saberlo? —repuso, observándola con descaro, como si quisiera ver su rostro, su reacción, que ella ocultaba bajo el velo.

A sus espaldas, Zayan murmuró con voz temblorosa:

—Moon... yo no tomé su reloj...

Sus palabras eran suaves, nerviosas. Le tiró del dupatta como un niño que busca refugio.

Muntaha se giró y le tocó la mano, apretándola con ternura.

—Lo sé —le susurró—. No te preocupes.

Volvió a mirar a Ibrahim, con una frialdad que cortaba el aire.

—Él no tomó tu reloj. Ahora, lárgate.

Pero Ibrahim no se movió.

En lugar de eso, ladeó la cabeza.

—Entonces dime tú, ¿quién fue?

Su tono se suavizó al hablarle, pero aquella dulzura falsa era peor que los gritos. Se deslizó por la habitación como una serpiente, envenenada, vil.

Dio un paso hacia adelante.

Zayan se apretó más contra Muntaha, medio ocultándose detrás de ella. Su mano buscó la suya otra vez, con más fuerza.

—Moon... —susurró, los ojos saltando de uno al otro.

Ibrahim soltó una risa baja, burlona, que flotó en el aire como humo.

Muntaha se adelantó apenas, lo justo para colocarse completamente entre ellos.

—No lo sé —dijo con voz plana.

Los labios de Ibrahim se curvaron.

—Claro, bhabhi —dijo, cargado de sarcasmo. El título no llevaba respeto alguno; se retorcía en su boca como un escarnio.

Miró la habitación como si le diera asco.

—Bueno, disculpen la interrupción. Sigan con su... dicha doméstica.

Se volvió, pero no sin dedicarle una última sonrisa torcida.

—Un momento —llamó Muntaha.

Él se detuvo en la puerta, las cejas alzadas con fingido interés.

—La próxima vez, llama antes de entrar —le dijo, cada palabra afilada, certera.

Ibrahim alzó una ceja, burlón. Miró a Zayan, luego a ella.

—Mis disculpas, bhabhi —dijo—. Olvidé que mi querido hermano ya está casado.

Cada sílaba era un dardo. Una burla. Un veneno disfrazado de cortesía.

Entonces se marchó.

Pero su presencia quedó flotando en el aire.

Incluso después de que la puerta se cerrara con un leve clic, Muntaha aún sentía su mirada. Como grasa en un cristal limpio.

Permaneció inmóvil, los puños apretados.

Zayan se había pegado a su costado, la cabeza contra su brazo, confiado.

Pero en el pecho de Muntaha hervía algo más.

Una furia ardiente.

Un sabor amargo instalado en el fondo de la garganta.

En ese instante lo supo.

Lo odiaba.

Odiaba todo de ese hombre.

No eran solo sus palabras. Era la forma en que la hacía sentir. Como si no valiera nada. Como si Zayan fuera una broma. Como si su felicidad fuera una ilusión ridícula.

Era un niño rico, ebrio de poder.

Y ella lo odiaba con todo su corazón.

Mientras tanto, en la cocina…

Ibrahim se recostó con desgano contra el mármol, el vaso en su mano tintineando suavemente mientras se servía agua. La luz blanca del techo delineaba la curva fría de su sonrisa. En la otra mano sostenía el teléfono, apoyado en su oreja.




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