La lluvia tamborileaba contra la ventana de la cocina mientras Muntaha picaba verduras, el cuchillo golpeando la tabla con un ritmo constante. Afuera, nubes grises apagaban la luz de la tarde. La casa se sentía demasiado silenciosa, demasiado vacía, a pesar de que Zayan estaba en algún lugar dentro de sus paredes.
Desde aquel día, este hogar se había vuelto un cementerio.
Un estruendo proveniente del salón la hizo estremecerse; el cuchillo resbaló de sus dedos. Se sostuvo la mano temblorosa, respirando hondo. Solo Zayan. Era solo Zayan. Pero su corazón latía con violencia. Gotas de sudor le nacieron en la frente.
Desde el incidente con su cuñado la semana pasada, cada sonido disparaba su pulso como una alarma. Sin pensarlo, sus manos fueron a su vientre—ahora más redondo, su embarazo ya rozaba los ocho meses. Una vida creciendo dentro de ella. Una bendición de Allah. Ese bebé era la razón por la que había empezado a moverse otra vez.
De no ser por eso, el espanto de aquel día la habría devorado por completo. Se había desinteresado de todo—de sí misma, de Zayan, de la vida misma.
Pero llevar otra vida en el vientre le exigía seguir. Aunque las heridas aún no hubieran sanado.
De pronto, unos pasos rápidos, pesados, conocidos, irrumpieron en la cocina. Zayan apareció en el umbral, el cabello revuelto, los ojos encendidos de emoción. Tenía pintura en las manos y en los antebrazos.
—¡Moon! —gritó, rebotando ligeramente sobre los talones, como un niño—. ¡Ven, ven! ¡Hice algo!
Muntaha suspiró y, sin mirarlo, murmuró:
—Estoy cocinando, Zayan.
—No, no, no —negó con la cabeza con energía, cruzando hacia ella—. Esto es importante. Muy, muy importante. Ven conmigo.
Antes de que pudiera protestar, sus dedos manchados de pintura le tomaron la muñeca. No con brusquedad—Zayan nunca era brusco—, sino con dulzura insistente. La sacó de la cocina, despacio, con cuidado.
Sabía que cualquier fuerza podía dañar al bebé.
Aunque no estuviera embarazada, jamás se habría atrevido a hacerle daño. Ella era su Moon.
¿Cómo podría herirla?
Y sin embargo, lo hizo. Sin querer.
Memorias espantosas le nublaron la vista. Aquel día, también Ibrahim la había arrastrado...
Se quedó helada.
Estaba caminando con Zayan, pero no veía a Zayan. Veía a Ibrahim.
Zayan, inconsciente del terror que hervía en su pecho, la guió hasta la puerta trasera.
—¡Afuera! ¡Es afuera!
Muntaha avanzaba como una muñeca sin alma, una marioneta atada a hilos invisibles.
Un retumbo de trueno recorrió el cielo.
Las primeras gotas comenzaron a caer mientras él la conducía por el sendero, pasando junto a los rosales que ella había plantado meses atrás, cuando todo era distinto.
—¡Cierra los ojos! —ordenó, vibrando de emoción.
Pero ella no escuchaba. Su paranoia la asfixiaba.
—¡Por favor, Moon! ¡Es una sorpresa!
Ella no los cerró. Zayan suspiró y, con ternura, intentó cubrirle los ojos él mismo.
Muntaha lo empujó bruscamente.
Ya no veía a Zayan.
Veía a Ibrahim.
—¿Qué pasa, Moon?
—Aléjate de mí.
—Pero Moon…
—No.
Temblaba.
Otro trueno desgarró el cielo, iluminándolos frente a frente—ella con los ojos abiertos de par en par, llenos de miedo. Zayan la miró, profundamente preocupado.
—Moon, ¿qué te ocurre?
—¡Aléjate! —gritó, agotando la poca energía que le quedaba, y corrió de regreso a la casa, con la respiración entrecortada.
No le importó su ropa empapada.
Ni los rayos.
Ni Zayan.
Ni su voz llamándola desesperadamente.
Ni los árboles jóvenes que él había plantado ese día para su hijo, ni las ruedas de colores que había colocado entre ellos.
Zayan se había inspirado al escuchar a Safura aconsejar a una criada: que sembrara árboles ahora, para venderlos cuando su hijo creciera. Así se construía el futuro. Zayan pasó la mañana cavando, decorando, soñando.
Y Muntaha no lo vio.
No a Zayan.
Ni a los árboles.
Solo quería esconderse de Ibrahim.
Zayan dio un paso atrás, con la camisa oscurecida por la lluvia.
—Moon...
Su rostro se desfiguró.
—Moon...
Ella se abrazó a sí misma. La lluvia caía sin piedad, pegando su ropa a la piel.
Se dio la vuelta y corrió hacia la casa, dejando atrás a Zayan entre sus plantas y sus molinos girando—su regalo disolviéndose bajo la tormenta.
Dentro, se dejó caer sobre la cama, con sollozos que le partían el cuerpo.
No era culpa suya. Ella lo sabía.
Pero no podía olvidar.
El llanto la agotó. El sueño vino denso, sin sueños.
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Cuando despertó, la habitación estaba oscura. La lluvia golpeaba los cristales con furia, arrastrada por el viento.
Un relámpago iluminó el lugar.
La cama estaba vacía a su lado. Las sábanas, frías.
—¿Zayan?
Su voz sonó pequeña, apenas un susurro en la penumbra.
No hubo respuesta.
Se incorporó, con la culpa royéndole el estómago.
Él no había entendido. Por supuesto que no.
Su mente ya no funcionaba como antes.
Muntaha recorrió la casa encendiendo luces, llamándolo.
El salón.
La cocina.
El estudio.
Vacíos.
El miedo le cerró el pecho.
¿Dónde habría ido en plena tormenta?
¿Y si estaba perdido, deambulando por las calles, herido por sus palabras?
Tomó un paraguas y abrió la puerta trasera.
Lo vio a lo lejos, buscando algo con desesperación.
—¡Zayan! —gritó.
Apretando el paraguas entre las manos, corrió hacia él.
El miedo se transformó en ira.
—¿Qué haces aquí, Zayan? —le gritó—. ¡Te he estado buscando!
Su rostro se iluminó de inmediato.
—¡Moon! Mira —señaló con entusiasmo—. Planté estos árboles. Para nuestro bebé. Pero la lluvia los está arruinando. ¡Tengo que protegerlos!
Siguió buscando, agotado. Otro rayo cayó, pero no le importó.