Safura sostenía la mano temblorosa de Muntaha, sintiendo el frío de su piel, la forma en que sus dedos apenas se curvaban en respuesta. Los ojos de la joven, enrojecidos por un llanto inagotable, miraban fijamente a la pared con una expresión vacía. Sus hombros caídos, encorvados hacia dentro, daban la impresión de que estaba desmoronándose, encogiéndose bajo el peso de un dolor imposible de sostener.
—¿Cómo puede olvidarme, tía? —susurró Muntaha, apenas audible. Las palabras se escapaban de sus labios como un aliento helado. Se aferraba a la sábana con los nudillos pálidos, apretándola como si fuera un salvavidas. La tela se arrugaba bajo sus dedos, tan frágil como los recuerdos que temía ver desvanecerse para siempre.
Safura se sentó a su lado, haciendo hundir el colchón con el peso compartido.
—¿Cómo puede olvidar a nuestro bebé? ¿Cómo...?
La mano temblorosa de Muntaha se deslizó lentamente hacia su vientre, donde su hijo crecía ajeno a la tormenta que azotaba a su madre. Tragó saliva con dificultad, pero el nudo en su garganta no desapareció.
Su cabeza cayó entre sus manos, los dedos enredados en su cabello despeinado. Las suaves hebras, enmarañadas por días de abandono, eran testigos mudos de su derrumbe.
—Por favor, Muntaha, contrólate —rogó Safura, su voz impregnada de una desesperación silenciosa—. En tu estado, tanto estrés puede afectar al bebé. No te hagas más daño, hija.
Su mano acarició con dulzura el cabello de Muntaha, en un intento inútil por calmarla.
El rostro de Muntaha se contrajo, y nuevas lágrimas resbalaron por sus mejillas demacradas, esculpiendo heridas invisibles sobre su piel.
—No, tía... dime, ¿cómo puede olvidarme? —su voz se quebró, deshilachada por el dolor—. ¿Acaso ya no soy su Moon? ¿Cómo puede no recordarme?
Como si esa idea recién se hubiese consolidado en su mente, agarró con fuerza las manos de Safura, sujeta por la desesperación.
—¿Qué haré si nunca vuelve a recordarme? ¿Si decide abandonarme?
Las palabras flotaron en el aire, pesadas, sofocantes.
Safura la atrajo hacia sí, sintiendo cómo el dolor había convertido el cuerpo de Muntaha en algo quebradizo, casi de cristal. El peso que cargaba —en su vientre y en su alma— la aplastaba por completo.
—Muntaha, confía en Allah, querida. Nada de eso va a pasar. Tú eres la esposa de Zayan, pase lo que pase. Todo saldrá bien, InshaAllah —susurró con ternura, aunque una sombra de duda empañó su mirada.
La acunó entre sus brazos, la convenció de comer algo. La cuchara temblaba en los dedos apenas firmes de Muntaha; la comida, insípida, le sabía a polvo. Después de mucho esfuerzo, logró que tomara la medicina y la ayudó a recostarse con cuidado. Le acarició el cabello, recitando súplicas, su voz apenas un hilo de consuelo que tejía un puente de paz en medio de un silencio que dolía.
Exhausta tras tantos días de llanto, Muntaha finalmente cayó en un sueño inquieto.
Al día siguiente, los pasillos del hospital parecían alargarse como un túnel sin fin. Cada paso hacia la habitación de Zayan era un latido de esperanza mezclado con un nudo de temor. Sus tobillos hinchados dolían, pero era su corazón el que la impulsaba a seguir, desesperado por verlo, aunque fuera una vez más.
Aunque él no la recordara, ella seguía siendo su esposa. Y pronto, InshaAllah, sería la madre de su hijo. No podía haberla olvidado. Ella se lo recordaría. Tenía que hacerlo.
Pero justo cuando estaba por alcanzar la puerta, Feroza apareció —alta, rígida, como una muralla que no permitía paso.
—¿A qué has venido? —espetó con voz filosa, cortante como cuchilla—. No te recuerda. Verte podría empeorar su salud.
A Muntaha se le cortó la respiración. Su corazón dio un vuelco. Los dedos le temblaron, alzándose hacia Feroza... hacia algo... hacia la esperanza.
—Tía, por favor, déjame verlo una vez —suplicó, su voz apenas un murmullo—. Solo quiero verlo... solo una vez. Te lo ruego...
Sus ojos, grandes y brillantes por las lágrimas, buscaron en el rostro de Feroza alguna señal de compasión. De piedad.
—Mira, Muntaha... —la voz de Feroza se volvió más dura, la frialdad en su expresión se endureció como mármol—. No puedes verlo ahora. Vete.
Y sin previo aviso, la empujó.
Sus palmas, cuidadosas y firmes, se clavaron contra los hombros de la mujer embarazada.
Muntaha tropezó. Su cuerpo no pudo sostener el equilibrio.
Un grito ahogado escapó de su garganta mientras se tambaleaba, los brazos extendidos al vacío en busca de algo que la salvara. Una de sus manos se aferró instintivamente a su vientre, la otra luchó contra el aire.
Se sostuvo en la pared, jadeando, sus respiraciones eran espasmos cortos y erráticos. Su pulso tronaba como un tambor en sus oídos, ahogando todo lo demás... salvo el dolor.
Safura corrió a su lado.
—Safura, llévala de aquí —ordenó Feroza, sin emoción.
Safura dudó, pero luego asintió.
Muntaha rompió en llanto.
—Tía... por favor... déjame verlo —imploró, pero nadie la escuchó.
Safura la condujo a la sala de oración, sus palabras eran suaves, quebradas como cristales bajo el pie del destino.
—Ten paciencia, Muntaha. Todo saldrá bien. Allah lo arreglará todo.
Lo decía una y otra vez. Pero las lágrimas de Muntaha no cesaban. No cesarían.
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Horas más tarde, después de rezar y llorar hasta quedarse sin voz, Muntaha hizo un último intento. Su corazón latía con una violencia que le sacudía las costillas mientras se acercaba nuevamente a la habitación de Zayan...
Solo para encontrarla vacía.
La cama estaba sin sábanas. Las máquinas, desconectadas.
El vacío la golpeó con la fuerza de un puñetazo en el pecho.
Su aliento se detuvo. Un jadeo cortó el aire. Se tambaleó, una mano buscando apoyo en el marco de la puerta. De pronto, el aire se volvió denso, imposible de respirar.
—Disculpe... —llamó, su voz débil, temblorosa. Apenas reconocible.