Enredada en los sueños del magnate

Epílogo

Tres meses después...

Zayan se detuvo en el umbral.

Muntaha estaba sentada en la cama, acunando a Zaeem entre sus brazos, sus dedos deslizándose con ternura por sus rizos suaves como el algodón. Había algo tan íntimo, tan dolorosamente bello en aquella escena, que le encendía el pecho con calidez… y también con celos.

Ella amaba a Zaeem con una intensidad feroz, sin reservas. Pero a él… a él apenas lo miraba.

Vivían bajo el mismo techo, respiraban el mismo aire, y sin embargo, eran dos extraños. Muntaha, quien una vez fue su esposa, ahora era solo la madre de su hijo.

Zayan la veía alejarse cada vez que entraba en una habitación. Ya era costumbre: él llegaba, ella se iba, como si entre ambos existiera un muro imposible de derribar. Apenas le dirigía la palabra. Nunca lo miraba demasiado tiempo. Habían pasado tres meses desde que ella y Zaeem llegaron a Australia, pero nada había cambiado.

Zaeem, en cambio, había aceptado a su padre con los brazos abiertos. Lo adoraba. Se aferraba a él. Reía con él. La llegada de Zayan había transformado su mundo. Su madre ya no pasaba los días cosiendo vestidos, ni dando clases particulares, ni agotada en la escuela. Ahora jugaba con él, le leía cuentos, descansaba. Vivían en una casa enorme, mucho más grande que la anterior. Tenía muchos juguetes, y su baba le compraba todo lo que deseaba.

Zaeem corrió hacia su padre con los brazos estirados, y Zayan lo alzó entre los suyos, sintiendo cómo el corazón se le apretaba dentro del pecho. Muntaha, como siempre, se escabulló. Esta vez, se refugió en la cocina.

Tras acostar al niño, Zayan salió de la habitación. El silencio de la casa le pesaba sobre los hombros. Caminó por el pasillo en penumbra, buscando—siempre buscando.

La encontró en la cocina, inclinada sobre la encimera, los dedos crispados alrededor del borde, ocupada en algo trivial. Una excusa más para evitarlo.

Dio un paso. Luego otro. Lento. Consciente.

El espacio entre ellos se redujo, el calor de ella llegándole en oleadas. Estaba lo suficientemente cerca como para percibir el delicado perfume de jazmín en su cabello, lo suficientemente cerca como para sentir el temblor que flotaba en el aire entre ambos.

Ella se quedó inmóvil.

Zayan vio cómo su respiración vaciló, cómo sus hombros se tensaron, preparados para huir.

—¿Sabes? Solías aparecer en mis sueños —susurró él, con la voz apenas rozándole el oído.

Ella se estremeció, pero no se giró.

—No sabía quién eras, pero te buscaba. Deseaba que fueras real —inhaló hondo—. Y ahora estás aquí. Pero me aterra que, si parpadeo… desaparezcas.

El silencio entre ellos se volvió espeso, cargado de todo lo que nunca se dijo.

Muntaha se aferró a la encimera como si en ella estuviera anclada.

—Sé que te fallé —dijo él, su voz quebrada, áspera por dentro—. No sé cuán profundo fue el daño que te causé. Ni siquiera alcanzo a imaginarlo. Y sé que no merezco tu perdón. Pero aun así… lo pido.

Sus palabras temblaban. Su mirada, desnuda, vulnerable.

—Porque Allah Ajwajal, el Creador de los cielos y la tierra, perdona incluso a los pecadores más grandes. ¿No podrías tú, como Su creación, perdonarme también? —Su voz bajó aún más, apenas un hilo—. ¿No podrías darme una oportunidad?

Las lágrimas descendieron por el rostro de Muntaha—silenciosas, constantes. Mojaban sus mejillas sin que ella hiciera el más mínimo esfuerzo por detenerlas.

—Perdóname, Moon —susurró él, con la voz desgarrada—. Déjame sanar lo que rompí. Incluso las heridas que nunca supe que causé.

Ella se giró entonces. Lenta. Deliberadamente. Sus ojos se clavaron en los de él.

Y Zayan lo vio todo en ellos: la duda, el dolor, los recuerdos aún sin cicatrizar. Y sin embargo, pese a todo, ella extendió sus manos.

Temblaban. Apenas un poco. Luego se posaron sobre las suyas.

—Zayan... —pronunció su nombre como si lo probara en sus labios por primera vez en años—. ¿Por qué crees que necesitas perdón? Tú no tuviste la culpa. Esto fue el destino. Lo que pasó... tenía que pasar.

Zayan cerró los dedos sobre los de ella. Como si sus palabras no fueran suficientes para convencerlo. Como si la culpa aún le estrangulara el pecho.

—Aun así —murmuró—, te herí. A ti. Y a Zaeem.

Ella exhaló con dificultad, su pulgar acariciando suavemente los nudillos de él.

—Entonces suéltalo —le susurró, entre lágrimas—. Porque nosotros ya lo hicimos.

El silencio que siguió no estaba vacío. Estaba lleno de todo lo que había sido callado. De lo vivido. Del anhelo. De la pérdida. Y de un perdón que empezaba a nacer.

Las palabras no siempre son necesarias. A veces, basta con unas pocas—si nacen del corazón—para atravesar años de distancia. Para derrumbar muros construidos con dolor.

Zayan le secó las lágrimas, sonriendo a través de las suyas.

—Ya basta de llorar, Moon.

Sacó algo del bolsillo.

—Mira, te estoy dando mis chocolates favoritos. Los más caros. Y yo no los comparto con nadie.

Muntaha soltó una risa ahogada, negando con la cabeza.

Era como volver a ver al Zayan del que se había enamorado. Su Zayan.

Su presencia ya no era la de un extraño. Era un regreso. Como abrir una ventana a un recuerdo donde el amor alguna vez fue sencillo. Como si el tiempo jamás los hubiera separado. Como si jamás se hubiesen perdido.

Lo veía en su mirada, en la forma en que le apartaba las lágrimas con los dedos. Siempre había sido su refugio.

Y en ese instante, entendió que lo necesitaba tanto como él la necesitaba a ella.

El momento se vio interrumpido por pasos pequeños y suaves.

—Mamá... Baba, ¿están comiendo chocolates sin mí? —La vocecita somnolienta de Zaeem rompió la quietud. Parpadeaba, frotándose los ojitos antes de acercarse.

Zayan lo alzó enseguida y le besó la frente.

—Nos descubriste, pequeño.

Zaeem sonrió mientras Zayan desenvolvía los chocolates.




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