—Estoy nerviosa, ¿y si no le agrado a los niños? —dijo Sara, sintiendo cómo los latidos de su corazón se aceleraban, y su esposo Max entrelazó sus dedos con los suyos para tranquilizarla.
—Van a amarte en cuanto te vean, mi amor. Cualquier niño se sentirá afortunado de tenerte como madre. Eres una persona maravillosa —sus palabras la animaron. Sara sonrió y milagrosamente se sintió mejor.
Hace un par de días habían tomado la decisión de adoptar. Siempre anhelaron formar una gran familia, tener hijos, pero desafortunadamente Dios no les había dado esa bendición. Sara no podía concebir debido al cáncer que había invadido su útero. Tras recibir tratamientos durante mucho tiempo, finalmente se vio obligada a someterse a una histerectomía, y con ello, sus sueños de ser madre se desvanecieron.
La directora del orfanato San José los condujo hasta el cuarto de juegos, donde niños y niñas de todas las edades correteaban y reían, sus risas llenaban el aire con una melodía de alegría contagiosa.
—Son preciosos —dijo Sara con los ojos empañados. No pudo evitar sentirse emocionada ante la idea de adoptar a uno. Mientras observaba jugar a los niños se preguntó por qué Dios le daba hijos a mujeres que luego terminaban abandonándolos sin ninguna clase de remordimientos como si sus pequeñas vidas no valieran nada, mientras que ella al igual que otras mujeres en el mundo daban la vida por ser madres.
—¿Ya han decidido si quieren niño o niña? —preguntó la directora.
—Aún no, es una decisión dificil —dijo Max.
—Si gustan también pueden ir al cunero y ver a los bebés. Eso en caso de que quieran adoptar a uno pequeño —añadió la directora, ofreciendo una opción más.
—A mí me gustaría ver a los bebés —murmuró Sara.
Max asintió apoyando su decisión, y juntos siguieron a la directora hacia el cunero.
Sara sintió un nudo en la garganta al ver a tantos bebés abandonados, pequeñas criaturas inocentes que no merecían el destino que les había sido impuesto.
—¿Y esa bebé? ¿Está enferma o por qué llora tanto? —preguntó Sara, señalando una pequeña cuna en la esquina de la habitación, de donde provenía el llanto.
—Nuestro pequeño ángel. Todavía no le hemos puesto un nombre, solo tiene unas horas aquí y pocos días de nacida. Su madre nos la trajo esta mañana y la pobrecita no ha dejado de llorar —explicó la directora con pesar.
Sara se aproximó a la cuna. No supo como explicar lo que sintió en su corazón al verla. Era un precioso rayo de sol. Tan pequeñita y frágil. Una verdadera preciosidad ¿Su propia madre la había dejado ahí? ¿Cómo era posible que hiciera eso? Si se veía que aquella criatura era un angelito. Un regalo del cielo.
Su esposo Max rodeó la cuna para ver a la bebé desde otro ángulo.
—Es perfecta —dijo con solo verla. Su corazón se llenó de un sentimiento que hasta entonces nunca había experimentado.
Trató de calmar a la bebé.
La pequeña agarró el dedo de Max con su mano diminuta, como si buscara consuelo y protección. Max no pudo evitar sentirse conmovido.
—Creo que mi esposo ya eligió —le dijo Sara a la directora, al ver que Max sacaba a la bebé de la cuna y la arrullaba dulcemente entre sus brazos.
La pequeña dejó de llorar.
—Yo más bien creo que ella lo eligió a él...
***
—Bienvenida a casa, princesita —Sara se puso a bailar con la bebé en sus brazos. Les había tomado algunos días y hacer algo de papeleo para poder adoptarla, pero finalmente lo habían conseguido. Posiblemente el que su esposo fuera un hombre influyente ayudó a agilizar el proceso. Estaban encantados con la bebé.
Max entró a la habitación.
—Cariño, nuestros invitados ya están llegando. Están impacientes por conocer a mi oruguita —dijo besando la frente de la pequeña, a quién había apodado así.
—¿Y tú estas lista para conocerlos mi amor? —le preguntó Sara a su pequeña, pese a que era imposible que le respondiera.
—Estoy seguro de que sí —dijo Max en su lugar y besó la enorme y jugosa mejilla de la niña—. Bienvenida a la familia, Aime, mi pequeña oruguita.
Para ellos una nueva vida llena de ilusiones y esperanzas comenzaba...
Para Merida, su vida se seguía tornando oscura y sin sentido. Con el paso de los años su corazón se convirtió en una dura roca, y ella en una persona fría e incapaz de amar.
Aunque quizás solo necesitaba a alguien que la ayudara y le enseñara cómo amar.