Entre amor, dudas y traición

Capítulo 3: La estancia de la abuela.

Cuando somos niños y comenzamos a entender el mundo, elegimos un lugar en el que nos sentimos cómodos y seguros, un rincón especial que se convierte en nuestro refugio personal. En él, a la vez que nos sentimos protegidos, podemos dar rienda suelta a nuestros pensamientos e imaginación. Para Valeria, esto era algo que resultaba esencial, dada su profesión de escritora, pues, la inspiración fluye mejor en espacios calmados que evoquen creatividad.

Desde que llegó a esa ciudad costera, enfrentó el desafío para encontrar ese espacio ideal dónde sus pensamientos se desarrollaran con la comodidad y tranquilidad necesaria. Exploró lugares y calles, conoció y visitó establecimientos comerciales con mucha paciencia, pero siempre se sentía inconforme, porque ninguno se ajustaba a lo que ella decía: “las condiciones que necesito”. Esta búsqueda pareció tardar una eternidad, pero cuando finalmente lo encontró, la alegría y gratitud fueron inmensas, convirtiéndose este en el sitio que más frecuentaba, su refugio predilecto. Valeria sabía que con el tiempo, ese lugar especial se convertiría en un símbolo de paz y protección, un refugio que siempre llevaría en corazón por el resto de su vida. Allí fue donde acudió para tratar de mitigar sus pensamientos en torno a Julián y Alexandra.

Este lugar se encontraba en una playa de arenas finas, poco concurrida en el litoral de la ciudad, donde mayormente los que hacían vida allí eran los mismos lugareños y pescadores de la zona. Sin embargo, de vez en cuando, especialmente en fechas festivas, acudían algunos turistas en busca de una playa más tranquila y relajada. A pesar de ser un lugar abierto, la brisa del mar, con su aroma salino, y el relajante murmullo de las olas al romper, alimentaban la imaginación de Valeria, quien allí encontraba la privacidad que buscaba para dar vida, a través de su pluma, a muchas ideas que, al escribirlas, se transformaban en líneas de la historia en la que estaba trabajando. Ese paraje ofrecía una vista donde, en el horizonte, el azul del cielo extendido se mezclaba con el azul profundo del mar en tonos hermosos, y de allí, surgieron importantes razones para que Valeria quedará encantada con esa locación.

Este sitio era un pequeño restaurante a la orilla de esa playa, cuyo menú mayormente se ofrecían platillos en los que el ingrediente principal provenía de la pesca del día. En las muchas mesas de madera, casi siempre vacías, ubicadas bajo una churuata de palmas, Valeria encontró acomodo para sentarse a escribir, mientras disfrutaba serenamente de la tranquilidad que ese mágico lugar, rodeado de palmeras y árboles de uva playera, le ofrecía. El restaurante, conocido como “La estancia de la abuela”, era un rincón sereno dónde el tiempo parecía detenerse, y pertenecía a una anciana muy amable, a quien todos llamaban la abuela. Aunque su edad ya no le permitía dedicarse a lo que había sido el trabajo de su vida, de vez en cuando, está doña hacía presencia para supervisar a sus hijos y nietos, quienes eran los encargados de continuar con su legado.

Estás personas ya estaban acostumbradas a la presencia habitual de la solitaria Valeria, quien normalmente, luego de saludarles, se dirigía a una de las mesas vacías para disfrutar de la vista y trabajar en su novela. Ella, por su parte, le había tomado cariño a aquellos que le habían acogido sin pedirle nada a cambio, hasta el punto de estar siempre pendiente de preguntar por la salud de la anciana o por cualquier otro, cuando notaba alguna ausencia, sintiéndose parte de aquel pequeño universo costero.

Luego del incidente en el que volvío a ver a Julián, Valeria decidió ausentarse del apartamento que compartía con Alexandra más de lo normal. Se sintió invadida por una sensación de disgusto y decepción, y aunque en el fondo comprendía que no tenía razones válidas para sentirse así, su mente se asemejaba a un cielo nublado, capaz de bloquear incluso la luz del sol. Esa oscuridad interior alimentaba las ganas de evitar contacto y conversación con su amiga, permitiendo que la envidia floreciera en su interior, todo porque Alexandra sí se atrevió a hacer lo que ella no.

A pesar de que nunca había faltado algún pretendiente que se acercara a ella para conocerla y entablar conversación, ninguno logro captar su atención, como lo había hecho Julián durante el viaje en Autobús. Por eso, más que evitar a Alexandra, lo que más deseaba era no tener que verlos juntos. Este pensamiento la carcomía y, al mismo tiempo, alimentaba unos celos sin ningún fundamento que, como un veneno, se habían infiltrado en su rutina diaria, aunque aún no llegaban a lo profundo de su corazón.

Ya habían pasado tres días en los que solo se limitaba a ir a “La estancia de la abuela”, saludar y ocupar la mesa de costumbre, sin escribir ni una sola línea ni sacar la computadora de su maletín. Está situación no pasó desapercibida para sus anfitriones; la tarde del cuarto día, la anciana se presentó en el pequeño restaurante con el fin de hacer sus acostumbradas supervisiones, pero, sobre todo, para acercarse a Valeria. Había llegado a sus oídos la noticia de que la joven escritora solo se sentaba a observar con la mirada perdida, sumida en un abismo de pensamientos desconocidos.

Está persona a quien por cariño los lugareños conocían como “La abuela”, era una mujer mayor, de más de setenta años, cabellos blancos y piel tostada por el sol, con arrugas bien marcadas que podían contar historias sobre su vida. Ella nació en un rincón lejano del país, pero se crió y vivió toda su vida en ese lugar, dónde conformó una familia junto a su esposo fallecido y fue testigo del desarrollo de las generaciones futuras que descendían de esa unión. Era alguien muy amable, poseedora de la sabiduría de un árbol firme y antiguo, a cuya sombra se arrimaban tras el caliente sol de la incertidumbre en la busqueda de un buen consejo, por lo que gozaba de un gran respeto en esa comunidad.

—¡Hola, muchacha! Gusto en saludarte una vez más. —dijo la Abuela, acercandose a la mesa donde se encontraba Valeria.




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