Pasaron seis meses desde que Mirian se quedó en Margarita. Lo que empezó como una misión transitoria se volvió rutina, vocación, comunidad. Su nuevo rol en la mezquita la mantenía ocupada en las mañanas y en las tardes, con talleres para mujeres, círculos de lectura, y acompañamiento a nuevas musulmanas.
Cada día, después del dhuhr, pasaba a buscar a Adel, lo ayudaba con sus tareas, y caminaban juntos de regreso a casa. No era una vida perfecta, pero por primera vez en mucho tiempo, era una vida en paz.
Pilar también había vuelto a su ritmo. Su consulta online estaba creciendo poco a poco, y alternaba entre sus clases para ninos y asesorias para padres, dejando los miércoles por la tarde para preparar sus charlas. A veces Mirian la ayudaba con ideas, o le corregía referencias árabes. Trabajaban bien juntas. No eran amigas íntimas aún, pero había algo más profundo que la amistad: un respeto compartido.
Y luego estaba Malik, flotando como un hilo invisible entre ambas. Con la prudencia de quien sabe que el equilibrio puede romperse con una palabra mal dicha, él no presionaba, no insinuaba, no proponía. Pero Pilar lo conocía. Conocía su forma de escuchar, sus silencios largos, sus pequeñas acciones: cómo se aseguraba de que Mirian tuviera transporte cuando llovía, cómo esperaba fuera de la sala cuando ella daba sus clases, cómo Adel había comenzado a sentarse a su lado en la oración del maghrib, como si ese fuera ya su lugar.
No hacía falta nombrarlo. Pilar lo supo.
Malik sentía algo. Y ese algo no era ligero.
Una tarde de domingo, después de un almuerzo comunitario, Pilar pidió a Mirian que se quedara a tomar té en su casa. Preparó todo con cuidado: la vajilla que usaba con visitas especiales, dátiles rellenos, y una bandeja de madera con grabados árabes. La sala olía a cardamomo y a algo más: a decisión.
—Mirian —dijo Pilar, con la voz suave pero firme—. Quiero hablar contigo… no como coordinadora de la mezquita ni como madre de Adel. Quiero hablar contigo como mujer. Como esposa.
Mirian la miró, atenta. Guardó silencio, esperando.
—Hace tiempo que observo lo que aportas a esta comunidad, a las mujeres, a los niños a Malik.
Mirian se tensó ligeramente, pero no habló.
—Sé que no has hecho nada inapropiado. Y por eso, precisamente por eso quiero hablarte con el corazón limpio.
Tomó aire.
—He pensado en ti como una posible segunda esposa para Malik.
Mirian tragó saliva. Cerró los ojos brevemente, como si eso pudiera borrar lo que acababa de oír.
—Sé que no es un tema simple —continuó Pilar—. Para nadie. Pero lo he pensado, lo he orado, y no lo digo por impulso. Lo digo porque te respeto. Porque sé que no hay en ti rivalidad ni ambición. Y porque, si alguna vez él decide caminar hacia otra esposa… preferiría que fueras tú, una mujer con la que puedo trabajar, criar, convivir en lugar de una desconocida.
Mirian bajó la mirada.
—No sé qué decir.
—No quiero que respondas ahora. Solo… quiero que sepas que si esto llegara a suceder, quiero hacerlo con dignidad. Sin compartir casa, sin invadir espacios. Tú tendrás tu hogar, yo el mío. Seremos dos núcleos, no una sola mezcla. Pero con la misma base: respeto y taqwa.
Hubo un silencio largo, tibio, profundo.
Y entonces, Mirian respondió.
—Gracias por tu honestidad y tu confianza. Pero por ahora, no.
Se levantó con respeto. No hubo reproche. Solo una calma silenciosa.
Durante días meses talves , no se habló más del tema.
Malik no sabía nada o eso creía Pilar.
Hasta que un viernes, después de fajr, la casa quedó en silencio y Malik buscó a Pilar en la cocina, mientras el vapor del café llenaba el ambiente.
—¿Se lo dijiste? —preguntó, sin rodeos.
Pilar lo miró.
—Sí. Y dijo que no.
Malik asintió. Sin sorpresa. Sin dolor. Pero con ese brillo leve de decepción que a veces aparece en las pestañas, no en los ojos.
—No tienes que decirme si quieres proponerlo tú. Yo lo entiendo. Solo te pido que no lo hagas si no estás seguro.
—No lo haré… sin ti.
Eso fue todo. Pero fue suficiente.
Esa misma tarde, Malik pidió ver a Mirian en el salón de mujeres de la mezquita. Pilar estaba presente. No como testigo, sino como parte.
Mirian los observó, confundida, hasta que Malik habló:
—Quiero que sepas que lo que Pilar te dijo… no vino de mí. Pero tampoco me es ajeno. No planeaba esto, no lo busqué. Pero en estos meses, he visto en ti lo que Al-lah alaba en las mujeres creyentes: conocimiento, pudor, compasión y sabiduría. Y sí he pensado en ti como mi esposa. No para dividir, sino para construir.
Mirian respiró hondo.
—No es que no sienta respeto. Es miedo. A ser señalada. A perder lo que tengo. A fallar como madre o como mujer. no fue nunca lo que pense que podria ser un matrimonio.
—Lo entiendo —dijo Malik—. Pero yo no quiero quitarte nada. Quiero ser un pilar, no una carga. Y Pilar no es una barrera. Es el alma de esta propuesta.
Pilar asintió. Sus ojos se humedecieron, pero no lloró.
—Solo quiero que sepas que tienes en mí una aliada, no una dueña.
Mirian cerró los ojos.
Y por primera vez en mucho tiempo, se permitió imaginar una vida donde no todo dolía. Donde el amor no tenía que estar atado a una sola historia.
—Déjenme hacer istijarah. De verdad.
—Todo el tiempo que necesites —respondió Malik.
Y Pilar añadió:
—Lo que se construye con oración, no se destruye con miedo.
Y entonces, por fin, las palabras flotaron limpias en el aire.
Y lo que se nombró… comenzó a florecer.
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