Loreto y Alfonso se encontraron en la entrada de la escuela, esperando a sus hijos al final de la jornada escolar. Se saludaron de manera cordial, pero la tensión que Alfonso intentaba disimular pronto asomó en la conversación, haciendo que las palabras cobraran un tono más personal de lo habitual.
—Estuve en casa de Vielka hace poco —comentó Loreto con una sonrisa, observando cuidadosamente la reacción de Alfonso. Sabía que, aunque él intentara mostrarse indiferente, mencionar a Vielka le causaba una mezcla de nostalgia y algo más que, quizás, ni él mismo quería admitir.
Alfonso desvió la mirada un instante, pero luego se encogió de hombros y contestó, tratando de sonar despreocupado:
—Supongo que te contó que nos encontramos, y por eso lo mencionas.
Loreto notó el leve titubeo en su voz, que la traicionaba a pesar de su intento de mantener la compostura. Sus ojos chispeaban con una mezcla de curiosidad y picardía, pero decidió no darle demasiadas vueltas. Sabía que Alfonso intentaría evadir sus comentarios si lo presionaba demasiado.
—Así es —respondió con suavidad, sin intención de incomodarlo, pero con un toque de firmeza en su tono—. Me lo mencionó, sí. Me parece que aún te cuesta verla como un capítulo cerrado, ¿no es así?
Alfonso la miró, consciente de que Loreto lo conocía demasiado bien. Intentó sonreír para desviar la conversación, pero acabó diciendo lo que realmente pensaba, aunque en un tono moderado.
—Loreto, tú sabes lo que significaste en aquella época. Te considero una amiga de verdad. Pero también te pido que no cruces ciertas líneas. No quiero llegar al punto de que sienta que tengo que… bueno, pintar mi raya.
Loreto no esperaba esa reacción y quedó en silencio un instante, sorprendida por el tono en el que Alfonso había decidido encarar el tema. No obstante, mantuvo la serenidad y se cruzó de brazos, esbozando una sonrisa comprensiva. Finalmente, volvió a hablar.
—Entiendo, Alfonso. Solo que, siendo honesta, creo que a veces necesitas esa línea que dices tanto evitar. Y si no te lo digo yo, dudo que alguien más te lo diga.
Alfonso se mostró serio, pero no pudo evitar que un destello de incomodidad asomara en su mirada. Sabía que Loreto tenía razón. Había estado en paz hasta que aquel encuentro con Vielka lo había descolocado, despertando algo que había intentado reprimir desde que decidió seguir adelante con su vida.
—Bueno —dijo, tomando una pausa—, no es que esté buscando volver atrás ni nada de eso. Solo me da tranquilidad saber que ella tiene lo que quería. Y… verla feliz es lo que importa.
Loreto notó el anhelo en su voz, ese leve tono que parecía delatar su intento de disfrazar un sentimiento más profundo. Con un toque de ironía, decidió devolverle la pelota para que pusiera los pies en la tierra.
—¿Y qué tal la vida con Camila? —preguntó, mirándolo con curiosidad en los ojos—. Supongo que sus plásticas y todas esas “mejoras” la mantienen en la "felicidad", ¿verdad?
Alfonso se tensó y su expresión se volvió más seria, como si la pregunta lo hubiera golpeado en un punto vulnerable. Sabía que había problemas en su relación con Camila, problemas que Loreto parecía notar con una claridad que él no estaba dispuesto a admitir del todo. Sin embargo, mantuvo su calma.
—Cada quien encuentra su manera de lidiar con la vida que eligió —dijo al fin, sin intentar defenderse demasiado.
Loreto suspiró y con una sonrisa comprensiva, le dio una palmadita en el hombro, como si le brindara consuelo mientras lo anclaba en la realidad.
—Alfonso, solo te digo esto porque te aprecio de verdad. Recuerda lo que tienes y lo que ella, Vielka, ha construido. A veces, lo que uno deja ir es lo mejor para todos, aunque nos cueste aceptarlo.
Alfonso asintió, pero el silencio que siguió fue denso. Se quedó mirando a lo lejos, perdido en pensamientos, mientras observaba a los niños jugar en el patio. Sabía que su amiga tenía razón. Por mucho que intentara huir de la idea, debía aceptar que Vielka pertenecía a otro mundo, uno que él había abandonado.
Finalmente, Loreto se despidió, dejándolo solo con sus pensamientos y el eco de sus palabras. Alfonso se quedó ahí, en silencio, sabiendo que aún quedaba en su interior un deseo latente que quizá nunca se apagaría del todo.
Alfonso llegó a casa acompañado de su hijo, quien hablaba emocionado de lo aprendido en la escuela. Mientras caminaban por el pasillo, el pequeño intentaba captar la atención de su padre, quien asentía mecánicamente, aún sumido en los pensamientos que Loreto le había dejado rondando en la mente. Intentaba convencerse de que todo estaba en orden, de que había elegido la vida correcta al dejar atrás a Vielka, aunque en el fondo sabía que esa certeza tenía grietas.
Al abrir la puerta, se encontró con su esposa, Camila, quien acababa de llegar del gimnasio. Llevaba una ajustada ropa deportiva y una toalla colgando de los hombros; su piel brillaba con una ligera capa de sudor que parecía cuidadosamente intencionada, como si cada detalle estuviera calculado para atraer miradas. Al verlos, Camila apenas dirigió una mirada rápida al niño y, sin detenerse en él, se inclinó para darle un beso breve a Alfonso. Su sonrisa era coqueta, casi ensayada.
—Hola, amor —dijo, ignorando al niño, que esperaba algún tipo de saludo de su madrastra, aunque ya estaba acostumbrado a no recibirlo.
Alfonso trató de responder con amabilidad, pero no podía ocultar una sombra de frustración. Al darse cuenta de que Camila parecía más preocupada por revisar su reflejo en el espejo de la entrada que en prestar atención a su familia, decidió intentar romper la barrera de indiferencia que los rodeaba.
—Oye, quería hablar contigo sobre algunos temas de la escuela de los niños —comentó Alfonso, tratando de mantener el tono neutro—. Creo que sería bueno que estuviéramos más pendientes de ellos, ya sabes… darles algo de estructura.