La noche terminó en la suite más lujosa y discreta del hotel, un lugar que parecía hecho para amantes que no querían dejar rastro. La decoración era sobria y elegante: techos altos que se perdían en la penumbra, luces cálidas que bañaban la habitación con un resplandor suave, y cortinas gruesas que bloqueaban cualquier atisbo del mundo exterior. Era un refugio para quienes buscaban escaparse del juicio ajeno, donde solo existían las sombras y el silencio. Alfonso y Vielka cruzaron el umbral con la certeza de que nadie los había visto, de que sus movimientos habían sido tan precisos y calculados como el deseo que ahora los envolvía. Allí, en la privacidad de ese espacio prohibido, el resto del mundo había desaparecido.
Vielka, aún envuelta en el brillo de su éxito y en la euforia de haber cedido al deseo, no tuvo reparos en dejar que todo se desbordara. Cada paso que daba por la habitación, cada gesto con el que se acercaba a él estaba lleno de decisión. Se sentía imparable, una mujer que había decidido tomar lo que tanto tiempo había negado. Y Alfonso, que llevaba años reprimiendo aquel impulso, la envolvió en sus brazos con una intensidad que parecía devorar el tiempo, los años de silencio y autocontrol. Como si este momento fuera la culminación de algo inevitable.
Fue una noche en la que los límites se disolvieron en el roce de sus cuerpos, donde cada caricia y cada beso se convertían en una promesa que no necesitaba palabras. Alfonso la sostenía con firmeza, recorriéndola con sus manos como si quisiera memorizar cada línea, cada rincón de su piel, como si pudiera absorberla por completo. El tiempo carecía de sentido; solo existía el presente, el instante en el que ambos se encontraban por fin.
Vielka se entregaba sin reservas, liberando todo lo que había contenido, sintiendo que era el momento de cumplir ese deseo antiguo y prohibido que la llenaba de una vida nueva. Alfonso era fuego, un amante calculador que no dejaba nada al azar, que tomaba el control de cada movimiento como si ella fuera una extensión de su propia voluntad. En la penumbra de esa suite, ella lo permitía, sintiéndose libre, deseada, más viva de lo que jamás había imaginado.
El silencio se rompía solo con sus respiraciones, el roce de la piel y el leve murmullo de palabras entrecortadas. Cada instante juntos era como un pacto secreto, una afirmación de que ambos habían dejado atrás cualquier rastro de culpa o duda. Las sombras en las paredes se movían al ritmo de sus cuerpos, y en cada roce se confirmaban uno al otro que ese era el momento que habían esperado en silencio durante años.
Cuando la intensidad disminuyó y la quietud volvió a llenar la habitación, ambos quedaron en silencio, cada uno sumido en sus pensamientos, conscientes de que esta noche había cambiado algo dentro de ellos. Alfonso la miró desde el otro lado de la cama, sus ojos oscuros aún brillaban con un deseo posesivo, como si no la fuera a dejar ir jamás. Para él, no había vuelta atrás; ahora que había probado lo que era tenerla, sabía que no podía soltarla. Pero también comprendía que para retenerla debía ser astuto, debía dejar que Vielka creyera que controlaba el juego.
A las cuatro de la madrugada, Vielka se levantó en un silencio absoluto, moviéndose con una delicadeza que parecía casi ritual. Los primeros rayos de luz aún no asomaban en el horizonte, y la oscuridad de la suite mantenía el misterio de la noche intacto. Su mente ya se había adelantado a su vida cotidiana, a la perfección pulcra y controlada de su hogar, a la calma predecible de esa rutina que tanto le había costado construir. En la intimidad de esa habitación, sentía la dualidad de su ser: la mujer de éxito, la esposa y madre intachable, y, al mismo tiempo, esa parte oculta que había resurgido con fuerza en los brazos de Alfonso.
Vistió su ropa con cuidado, el satén de su vestido deslizando por su piel como un último susurro de aquella noche, y con cada movimiento intentaba recuperar su compostura, como si el acto de vestirse borrara poco a poco los rastros de la pasión que la habían consumido. Se abrochó el vestido y alisó cada pliegue, cuidando hasta el último detalle, como si dejar algo fuera de lugar fuera una traición a su vida ordenada. Se maquilló ligeramente frente al espejo, fijando su reflejo con una expresión serena, intentando dejar atrás cualquier atisbo de vulnerabilidad.
No quería despertar a Alfonso, no quería enfrentar la promesa silenciosa que sabía que latía en sus ojos, ni el anhelo que él no se molestaría en ocultar si la detenía. Necesitaba irse antes de que ese magnetismo volviera a atraparla. Sabía que esa noche había sido una decisión definitiva, un acto de libertad que no cambiaría. Pero también sabía que no podía permitir que este vínculo secreto alterara su vida perfecta. Esta historia, esta chispa prohibida, debía quedarse en la sombra.
Mientras recogía sus cosas, Alfonso la observaba desde la penumbra de la cama, entrecerrando los ojos, fingiendo que aún dormía. En realidad, cada fibra de su cuerpo estaba alerta, resistiéndose a verla partir. Había soñado tantas veces con este momento, con la certeza de que, si algún día lograba derribar los muros que ella había construido, no volvería a dejarla ir. Pero Alfonso también sabía que debía jugar bien sus cartas, que para conservarla en ese mundo de deseo y secreto debía ser paciente, tan calculador como en cada uno de sus negocios.
Entendía que ella necesitaba creer que esta historia estaba bajo su control, que podía dejarlo atrás al amanecer y regresar a la vida de la que nunca planeaba desprenderse. Y Alfonso, con su astucia y visión fría, se prometió que haría todo lo necesario para que ese margen de libertad que ella ansiaba no fuera una amenaza. Tenía que permitirle la ilusión de que aún era dueña de su destino, que él no rompería el equilibrio de su vida ordenada. Porque, aunque sentía en lo profundo el impulso de retenerla, sabía que eso solo los destruiría a ambos. Era un juego de precisión, y Alfonso estaba dispuesto a ganarlo.