Era una de esas tardes en las que el mundo parecía detenerse en el departamento que compartían para sus encuentros secretos. Vielka y Alfonso, envueltos en la complicidad del silencio, disfrutaban de esos minutos robados a una vida que siempre parecía exigirles más de lo que podían dar. Sin embargo, aquella paz se rompió abruptamente con el sonido insistente del teléfono de Alfonso.
Alfonso contestó, escuchando en silencio mientras su rostro pasaba de la calma a una tensión implacable. Sin siquiera colgar, caminó hasta la ventana, entreabriendo la cortina y mirando hacia la calle. Sus ojos fríos y calculadores escaneaban cada rincón, cada figura entre las sombras. Vielka se levantó del sofá con el corazón acelerado, tratando de interpretar sus gestos.
—Tenemos que salir de aquí —dijo Alfonso, guardando el teléfono con rapidez. En su tono, Vielka notó algo que pocas veces había percibido: urgencia.
—¿Qué sucede? —preguntó, acercándose, pero él ya se dirigía a la puerta.
—Hay una amenaza de seguridad, Vielka. Este lugar no es seguro —respondió sin mirarla—. No puedo dejar que te vayas sola. Nos iremos juntos.
Antes de que pudiera protestar o comprender del todo la situación, Alfonso la tomó del brazo con firmeza y la guió hacia el ascensor. En pocos minutos, se encontraban en el asiento trasero de un auto oscuro, rodeados por dos de los hombres de Alfonso. La velocidad del vehículo y las miradas nerviosas de los escoltas la sumieron en una inquietud que se hacía más pesada con cada minuto.
—¿A dónde vamos? —preguntó Vielka en un susurro.
—A un sitio seguro —respondió Alfonso, sin añadir detalles.
Llegaron a un edificio que Vielka no reconoció, imponente y protegido por una muralla de seguridad visible. Alfonso la ayudó a bajar, y uno de los escoltas se adelantó para abrirles la puerta. Apenas cruzaron el umbral, Vielka sintió cómo la tranquilidad habitual de Alfonso se desvanecía, reemplazada por un aire serio y profesional. Él intercambió palabras en voz baja con uno de sus hombres, mientras ella seguía cada movimiento con una mezcla de desconcierto y alerta.
Cuando entraron a la sala de reuniones, el ambiente era frío y amenazante. Alfonso se volvió hacia ella, por un segundo volvió a ser el hombre que conocía, pero ese instante pasó rápido. Se sentó en el extremo de una mesa larga y se colocó de inmediato en el papel de jefe de cartel, un rol que, en esa ocasión, la dejaba a ella a la deriva.
Uno de sus hombres, con el rostro marcado por cicatrices, comenzó a hablar en un tono bajo, informándole sobre la situación de una de las rutas y los movimientos de un grupo rival. Las palabras eran técnicas, cargadas de términos que ella no comprendía del todo, pero el mensaje era claro: había peligro en el aire, y Alfonso debía resolverlo con la dureza que siempre había tratado de mantener alejada de ella.
El hombre carraspeó, como si lo que iba a decir requiriera de una preparación especial.
—Alfonso, necesitamos tomar decisiones drásticas. La zona no es segura con la policía involucrándose cada vez más. Si no eliminamos a los contactos cercanos, las filtraciones serán incontrolables.
Alfonso escuchó con una mirada de hierro. Vielka, sentada en una silla al lado, se dio cuenta de que el hombre frente a ella era el mismo de años atrás, ese Alfonso implacable que dirigía su vida sin compasión alguna hacia sus enemigos. Su mente comenzó a divagar, invadida por el miedo, y solo entonces se dio cuenta de las posibles consecuencias de estar ahí.
Su mente fue arrastrada de regreso a sus hijos, a su familia. La imagen de María, de apenas dos años, vino a su mente. ¿Qué pasaría con ellos si algo le sucedía? ¿Qué haría su esposo, Artemio, sin ella? Los pensamientos se atropellaban, uno tras otro, y la idea de perder todo lo que había construido se le hizo más clara que nunca. Las decisiones que había tomado, cada paso que la había llevado a estar en esa habitación oscura, ahora se sentían como un peso insoportable.
Pero Alfonso, ajeno a su ansiedad, continuaba con la reunión. Uno de los guardias abrió la puerta y entró un hombre con las manos atadas. Vielka lo miró sin saber cómo reaccionar. Alfonso lo observaba, indiferente, mientras el prisionero apenas podía mantenerse en pie. Alfonso sacó de su chaqueta un arma y la colocó sobre la mesa, como una declaración de autoridad. El silencio en la sala era abrumador, y Vielka apenas podía respirar.
—Este hombre creyó que podía jugar en dos bandos —dijo Alfonso con un tono tan firme como letal—. Lo peor de una traición es que cualquiera de nosotros puede ser el siguiente. Y no podemos permitirlo.
El prisionero, asustado, tartamudeó algo que no llegó a entenderse. Alfonso no le dio tiempo para explicarse. En un movimiento rápido, tomó la pistola y apuntó, disparando sin titubear. El sonido del disparo llenó la sala, y Vielka sintió que su corazón se detenía. La violencia de la escena, la frialdad con la que Alfonso ejecutaba sus decisiones… todo le resultaba ajeno y aterrador. ¿Quién era realmente el hombre al que amaba?
El impacto de lo que había presenciado y la crudeza de aquella realidad cayeron sobre ella como una losa. La cara de sus hijos, sus risas, las cenas familiares, los abrazos antes de dormir... Todas esas imágenes parecían estar a un mundo de distancia en ese momento, en esa sala donde la vida humana se podía extinguir con una decisión y un disparo. Y ella, Vielka, estaba en medio de todo aquello, envuelta en una relación que, en ese instante, parecía destinada a consumir todo lo que alguna vez había sido sagrado para ella.
La reunión continuó con frialdad, pero Vielka no podía quitarse de la cabeza las consecuencias de estar ahí, de permanecer al lado de Alfonso. Cuando finalmente todo terminó, él se acercó a ella, con la expresión despreocupada de siempre, como si lo que acababa de suceder no significara nada.
—¿Estás bien? —le preguntó, colocándole una mano en el hombro.
Editado: 23.11.2024