Entre el fuego y la calma

Las consecuencias de nuestros actos parte II

Artemio había pasado la noche en vela, contemplando cada una de las fotos que habían llegado a sus manos. Las imágenes de Vielka y Alfonso juntos en situaciones que, hasta ese momento, habían sido su vida privada ahora estaban estampadas frente a él, crueles, reales. No se atrevía a llorar, no sabía si quería gritar o ir directamente a confrontarla. La furia, la humillación, la sensación de haber sido traicionado, todo se mezclaba en un torbellino de emociones que no le permitía pensar con claridad.

A la mañana siguiente, Vielka llegó a casa después de haber dormido en su oficina. Al cruzar la puerta, sintió una tensión extraña en el ambiente. Artemio estaba sentado en la sala, con el sobre de las pruebas a su lado, y en su mirada no había ni rastro de la serenidad que ella conocía.

—Tenemos que hablar, Vielka —dijo él, su voz profunda y cargada de un dolor que la desarmó al instante.

Ella sintió un nudo en el estómago, como si un golpe invisible le hubiera cortado la respiración. Artemio le señaló el sillón frente a él. Con la mirada fija en el sobre, ella comprendió, en ese instante, que todo se había derrumbado.

—¿Cuánto tiempo llevas con él? —preguntó Artemio, sin levantar la vista.

—Artemio, yo… —las palabras se atascaban en su garganta.

—No te atrevas a negarlo, Vielka. No después de esto. —Artemio levantó el sobre y lo arrojó sobre la mesa. Las fotos se deslizaron fuera, mostrándole lo que él ya había visto: ella y Alfonso en sus citas clandestinas, los gestos que habían compartido, los lugares, las pruebas.

Ella miró las fotos en silencio, incapaz de articular palabra alguna. Artemio la observaba, esperando una confesión, una explicación, algo que hiciera menos doloroso el momento, pero ella solo podía bajar la cabeza.

—¿Por qué, Vielka? —preguntó finalmente, su voz quebrada—. ¿Qué te llevó a buscar algo fuera de esta casa? ¿Qué era tan insuficiente en mí, en nuestra familia?

—No es eso… —murmuró ella, tomando aire y mirando hacia otro lado, tratando de encontrar las palabras—. No es que ustedes sean insuficientes, ni tú ni nuestros hijos… —su voz se quebró, sintiendo cómo cada palabra le costaba un trozo de su corazón—. Yo solo… me sentía vacía, Artemio. Hubo un momento en mi vida en el que Alfonso fue lo único que me hizo sentir viva. Y regresar con él… era como… como recordar algo que necesitaba.

Artemio soltó una carcajada amarga, y sus ojos se llenaron de lágrimas, aunque intentaba no dejar que cayeran.

—¿Así que esto fue por aburrimiento? —dijo, con una ironía que parecía desgarrarlo—. ¿Era eso lo que te hacía falta, Vielka? ¿Un poco de riesgo, un poco de aventura? ¿Y nuestra vida juntos? ¿Y los niños? ¿Qué son ellos, entonces? ¿Parte de una rutina que no te llena?

—¡No digas eso! —exclamó ella, sintiendo el peso de su propia culpa—. No se trata de ustedes. Es algo que… que está dentro de mí, algo que creí que había dejado atrás, pero que regresó cuando volví a verlo. Él fue una parte de mí que nunca pude borrar, y cuando estoy con él… siento que soy alguien diferente, alguien más libre.

—¿Libre? —repitió Artemio, incrédulo—. Libre, dices. ¿A costa de qué, Vielka? ¿De nuestra familia? ¿De la seguridad de nuestros hijos? ¡Dios! Ni siquiera puedes ver el peligro que traes a nuestra vida solo por seguir con esa… fantasía. ¿Es que todo lo que hemos construido te parece insuficiente? ¿Tan poco valor tiene para ti?

Vielka bajó la cabeza, incapaz de mirarlo. Sabía que sus palabras no le harían justicia a lo que sentía, y que cualquier explicación solo lo heriría más. Sin embargo, se armó de valor y levantó la mirada, intentando explicarle lo que ni siquiera ella terminaba de entender.

—No es que ustedes sean poco, Artemio… —susurró, mientras sus ojos se llenaban de lágrimas—. Eres el mejor esposo y padre que nuestros hijos podrían tener, y sabes que los amo con todo mi corazón. Pero hay una parte de mí que necesitaba algo más, algo que no podía encontrar en la vida que construimos.

Artemio la miraba sin comprender, con una mezcla de furia y dolor que lo desgarraba. Sus manos temblaban, y las palabras se le quedaban atoradas en la garganta.

—Entonces, ¿qué te detiene de irte con él? —dijo al fin, con la voz apenas un susurro—. Si tanto te hace sentir viva, si con él te encuentras a ti misma… ¿qué haces aquí? ¿Por qué no te vas de una vez y nos dejas seguir adelante?

—Porque no puedo, Artemio. Porque te amo. Amo a mis hijos, amo lo que hemos construido juntos. Pero también hay una parte de mí que nunca ha podido escapar de él. No pido que me entiendas, solo quiero que sepas que me arrepiento de haberte herido de esta forma.

—¡Pero no te arrepientes de estar con él! —gritó Artemio, incapaz de contener su ira—. Solo lamentas el haberme herido, pero sigues aferrándote a él como si fuera algo que tienes derecho a poseer.

Vielka sintió que su mundo se desmoronaba. Artemio tenía razón: ella seguía buscando algo que estaba fuera de su alcance, algo que ni siquiera ella entendía. Cerró los ojos, intentando contener el dolor que la invadía.

—Artemio, por favor… —murmuró, acercándose a él, pero él retrocedió, sin permitirle tocarlo.

—No, Vielka. No voy a aceptar esto. No voy a aceptar que me hayas mentido, que hayas puesto en riesgo la vida de nuestros hijos y que te aferres a una mentira que no te llevará a ninguna parte. Quiero que te vayas. Ahora. No puedo soportar verte más aquí, fingiendo que todo está bien.

—¿Estás… estás pidiéndome que me vaya? —preguntó ella, sintiendo que su corazón se rompía con cada palabra.

—Sí, Vielka. Quiero que te vayas. Si alguna vez significamos algo para ti, te pediré que te alejes antes de que esto termine de destruirnos. Has puesto en riesgo la seguridad de nuestra familia por una aventura que no tiene futuro. No puedo permitir que sigas aquí, que sigas poniendo en peligro a nuestros hijos con tus decisiones.




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