Había pasado poco más de un mes desde la última vez que Vielka había escuchado la voz de Alfonso o recibido alguna señal suya. Los días transcurrían entre el trabajo, las noches solitarias y los momentos breves que compartía con sus hijos. La falta de contacto con él había sido, al principio, una tortura, una ausencia que la dejaba con una sensación de vacío difícil de llenar. Sin embargo, poco a poco, esa ausencia fue dándole un espacio que comenzaba a valorar.
Con Artemio, la relación era apenas funcional. Ella habia rentado un departamento cercano a su casa, afortunadamente él le permitía entrar a la casa para ver a los niños, y pasar las tardes con ellos, retirándose cuando el indicaba que era hora de dormir, las palabras entre ellos eran mínimas y siempre en tono neutro. Ella respetaba esa distancia, comprendiendo que cada segundo que pasaban juntos era para él un recordatorio de lo ocurrido. Sin embargo, empezaba a entender que no era su responsabilidad sanar sus heridas, que en este momento su prioridad era encontrar su propia paz.
Con el apoyo de Loreto y Margarita, Vielka había comenzado a construir una rutina diferente. Trabajaba largas horas en la oficina, con una concentración que le ayudaba a desconectar y a ordenar su mente. Las amigas la acompañaban en sus momentos más difíciles, apoyándola y recordándole, en cada charla, que tenía derecho a reconstruirse y a ser feliz, sin depender de los demás para encontrar esa plenitud.
Las tardes que lograba pasar con sus hijos se habían convertido en su único respiro verdadero. Cada abrazo, cada sonrisa de ellos, era un recordatorio de que aún había algo real y sincero en su vida. Había comenzado a comprender el valor de esos momentos, de los pequeños gestos que construían algo más profundo que la emoción pasajera. Era como si, por primera vez, lograra verlos con una claridad que antes le había sido esquiva.
Una noche, mientras estaba en su departamento, se sentó en el sillón y comenzó a hacer una lista mental de las cosas que la habían llevado a esta situación. Anotó, una por una, todas las decisiones impulsivas, cada elección que había hecho en busca de algo que, en el fondo, nunca había necesitado.
Con cada pensamiento, sentía que una capa de la vieja Vielka se desvanecía, dejándola más cerca de lo que, en el fondo, siempre había buscado: paz consigo misma. Era un proceso lento y doloroso, pero Margarita y Loreto estaban ahí, recordándole que cada paso hacia el amor propio era un paso hacia la libertad.
Una tarde, mientras compartía un café con Loreto, Vielka se atrevió a expresar en voz alta lo que había estado reflexionando en silencio.
—¿Sabes? Creo que he pasado mi vida huyendo de mí misma —dijo, mirando a su amiga—. Siempre quise la aprobación de los demás, y siempre me convencí de que no era suficiente. Por eso necesitaba algo más, algo que me hiciera sentir que valía la pena. Pero… ya no quiero depender de nadie para saber quién soy. Necesito aprender a vivir conmigo misma, sin tener que buscar emociones para sentirme viva.
Loreto asintió, una pequeña sonrisa iluminando su rostro.
—Eso es amor propio, Vielka. Aprender a ver tu propio valor sin depender de lo que otros piensen o sientan sobre ti. Todos pasamos por esa etapa, en la que pensamos que alguien más nos puede completar. Pero la verdad es que esa paz solo viene de uno mismo.
Esas palabras resonaron en ella. El amor propio era algo que siempre había creído inalcanzable, una especie de ideal que solo los demás podían disfrutar. Pero ahora, veía que era posible, y cada día daba un pequeño paso para lograrlo.
Vielka comenzó a ir a terapia, un proceso que al principio le resultó incómodo, pero que pronto se convirtió en una herramienta fundamental para reconstruirse. Hablar con alguien que no la juzgaba, que le ofrecía una perspectiva nueva y objetiva sobre sus decisiones, le ayudaba a enfrentar esos aspectos de sí misma que había ignorado durante años. Descubrió que el amor propio no era solo un concepto abstracto, sino una serie de actos conscientes, un compromiso diario con ella misma.
Mientras pasaban las semanas, empezaba a valorar el tiempo que dedicaba a estar sola. Ya no necesitaba el estímulo constante de las emociones fuertes ni la validación externa para sentirse completa. Aprendió a disfrutar de las noches en calma, de los momentos de silencio en los que podía reflexionar sin prisa. Sentía que, poco a poco, recuperaba algo que había perdido: la conexión consigo misma.
Editado: 23.11.2024