Camila caminaba por la amplia sala de su residencia, la cabeza en alto y una expresión de satisfacción en su rostro. Cada paso que daba resonaba en el espacio vacío, como si el eco reafirmara su posición. Había trabajado con paciencia, esperando el momento exacto para dar cada paso, para asegurar su lugar en el cartel, y ahora, después de semanas de esfuerzo, se sentía invencible. Había enfrentado a Alfonso y había salido victoriosa. A su lado, Don Rómulo, su padre y mentor, le había dado la protección que necesitaba, mientras ella desarmaba poco a poco al hombre que se había atrevido a traicionarla.
Sin embargo, aunque la satisfacción de su triunfo era real, había algo en su interior que aún la inquietaba, una sombra que empañaba su victoria. Sabía que había ganado en el juego de poder, que Alfonso había cedido terreno, pero no podía evitar sentirse incompleta. No era suficiente. No podía aceptar que, aun con todo lo que tenía, una parte de Alfonso nunca le había pertenecido. Su ego, grande pero frágil, había sufrido una herida que aún no lograba cerrar.
El nombre de Vielka era una espina constante en su mente, una sombra que la seguía, aunque quisiera ignorarla. No podía entender cómo una mujer como ella, sin la belleza ni el porte que Camila consideraba esenciales, había logrado obsesionar a Alfonso de esa manera, hacer que la necesitara. Se miró en el espejo de la sala, observando cada detalle de su rostro impecable, de su figura, de todo aquello que había cultivado durante años. ¿Por qué no había sido suficiente? ¿Por qué, a pesar de todo, Alfonso anhelaba a alguien como Vielka?
Camila apretó los labios, sintiendo cómo la rabia crecía dentro de ella. A su alrededor, la casa estaba llena de lujo, de símbolos de poder, pero ninguno de ellos le daba lo que realmente deseaba. Quería que Alfonso la mirara como había mirado a esa mujer, quería sentir que tenía el mismo control sobre él, esa influencia que parecía haber perdido. Su ego, herido en el fondo por la indiferencia de Alfonso, la empujaba a querer más, a intentar llenar ese vacío con la dominación que ahora ejercía en el cartel. Pero no era suficiente; nunca lo sería mientras supiera que en los rincones mas cuidados de la mente de Alfonso, Vielka era quien estaba presente.
No se trataba solo de poder, de estatus o de control. Se trataba de lo que ella misma representaba en la vida de Alfonso, de la herida que nunca había sanado. Siempre había creído que tenía derecho a ocupar ese lugar, que su belleza y su posición le otorgaban el derecho natural de ser la mujer principal en su vida. Y, sin embargo, ahí estaba, obligada a aferrarse a la manipulación y a las amenazas para mantener lo que consideraba suyo.
Caminó hacia su oficina y tomó asiento detrás del escritorio. Frente a ella, una serie de documentos y pruebas la mantenían informada de todos los movimientos de Alfonso. Había utilizado esos mismos recursos para intimidarlo, para hacerle saber que tenía el control. Pero sabía que, en el fondo, lo que realmente deseaba era ganarse su respeto, que la mirara no solo como una esposa de conveniencia, sino como alguien indispensable en su vida. Sin embargo, algo en su interior le decía que, aunque ganara cada batalla, Alfonso nunca le otorgaría ese privilegio, y esa certeza la carcomía por dentro.
Para alguien como ella, criada en un entorno donde la apariencia y el poder eran todo, la indiferencia de Alfonso era una afrenta que no podía soportar. Se había empeñado en mostrarle a todos que era fuerte, que podía desafiar incluso al hombre más temido del cartel, pero en el fondo de su orgullo se escondía la inseguridad, la necesidad de demostrar que era más que una esposa trofeo. Había crecido acostumbrada a que todo el mundo la viera como una mujer perfecta, intocable, pero ahora se daba cuenta de que la perfección exterior no era suficiente para ganar el tipo de devoción que Alfonso había entregado a Vielka.
—¿Cómo es posible? —murmuró para sí misma, apretando el borde del escritorio con los dedos—. Ella no tiene nada especial. No es más hermosa, ni más astuta. ¿Por qué, entonces, Alfonso no pudo amarme a mí como la ama a ella?
El silencio de la habitación fue su única respuesta. Camila sintió que la rabia crecía en su interior, que la envidia que tanto había intentado ocultar ahora amenazaba con romper las barreras de su autocontrol. Se levantó, caminando de un lado a otro, mientras sus pensamientos se arremolinaban en su mente. No podía soportar la idea de que, a pesar de todo lo que había logrado, Alfonso pudiera todavía recordar a esa mujer, que aún tuviera la capacidad de lastimarla a través de alguien a quien ella consideraba inferior.
Decidida a demostrar que su victoria era completa, se dirigió al despacho de su padre. Encontró a Don Rómulo sentado en su sillón, con el semblante pensativo, pero al verla entrar, le dedicó una sonrisa paternal.
—¿Cómo te sientes, Camila? —le preguntó, observándola con una mezcla de orgullo y preocupación.
—Ganadora —respondió ella, con una sonrisa que intentaba ser confiada—. Alfonso ya no tiene control sobre mí, ni sobre este cartel. Le he demostrado que nadie puede amenazarme, que soy mucho más de lo que él creía.
Don Rómulo asintió lentamente, aunque en sus ojos había una sombra de duda.
—Me alegra que sientas eso, hija. Pero debes recordar que Alfonso no es alguien que acepte la derrota tan fácilmente. Asegúrate de no bajar la guardia.
Camila asintió, aunque en su mente ya no había espacio para la prudencia. Su victoria, aunque parcial, la hacía sentir en la cima, y el miedo había dejado de ser una opción. No importaba lo que Alfonso hiciera a continuación; estaba dispuesta a enfrentarlo, a demostrarle que no necesitaba ser una esposa de adorno, una figura plástica a su lado. No, ella era alguien que podía desafiarlo, dominarlo, obligarlo a entender que la verdadera autoridad también podía provenir de ella.
Editado: 23.11.2024