Vielka estaba sentada en uno de los sillones de la casa que una vez había compartido con Artemio. Era una tarde tranquila, pero la calma exterior contrastaba con la tensión silenciosa entre ellos. Artemio, de pie junto a la ventana, observaba el paisaje, con los brazos cruzados. Había sido él quien la había invitado a esa conversación, un gesto que a Vielka le sorprendió pero que agradecía profundamente.
El silencio se rompió con un suspiro pesado de Artemio, quien finalmente se giró para mirarla.
—Tenemos que hablar sobre los niños, Vielka —dijo, con un tono neutral pero cargado de una tristeza que era imposible ocultar.
Ella asintió, con el corazón acelerado. Aunque había pasado semanas preparándose mentalmente para esta conversación, el momento real era más difícil de lo que había imaginado.
—Lo sé. Gracias por pedírmelo… por querer hablar conmigo. Sé que no es fácil —respondió, tratando de encontrar un equilibrio entre la gratitud y la culpa que cargaba.
Artemio caminó hacia el sillón frente a ella y se sentó, mirándola directamente a los ojos. Había dolor en su mirada, pero también una calma que reflejaba su decisión de ser sensato, incluso en medio del caos que los había consumido.
—No puedo permitir que todo esto les afecte más de lo que ya lo ha hecho —comenzó, con un tono pausado—. Los niños necesitan estabilidad, Vielka, y quiero que sepan que, aunque sus padres ya no estén juntos, ambos vamos a seguir siendo su hogar.
Vielka sintió que un nudo se formaba en su garganta, pero lo contuvo. Era consciente de que cada palabra de Artemio era un regalo, un acto de madurez que no estaba obligada a recibir después de lo que había hecho.
—Tienes razón, Artemio. Los niños son lo más importante, y lo último que quiero es que esto les haga daño. Haré lo que sea necesario para que sepan que, aunque ya no estemos juntos, siempre pueden contar con nosotros.
Hubo una pausa, durante la cual ambos se sumieron en sus pensamientos. Artemio bajó la mirada hacia sus manos, y cuando volvió a hablar, su voz era más suave, pero igual de firme.
—No puedo mentirte, Vielka. Todavía me duele todo lo que pasó. No entiendo cómo llegamos aquí, cómo nuestra vida… cómo se rompió todo de esta manera. Pero ya no importa tanto lo que siento yo. Ahora se trata de ellos.
Vielka bajó la mirada, incapaz de sostener su mirada. Las palabras de Artemio eran como un recordatorio constante de todo lo que había destruido, pero al mismo tiempo, eran un reflejo de la nobleza que siempre había admirado en él.
—Lo arruiné todo, Artemio. Sé que nada de lo que diga puede cambiar eso, pero… de verdad lamento tanto el dolor que te causé, el daño que hice a nuestra familia. Me pesa todos los días, y sé que nunca podré arreglarlo.
Artemio respiró hondo, como si procesara cada palabra antes de responder.
—Lo sé, Vielka. Y quiero creer que lo dices en serio. Esto no es para juzgarte, ni para revivir el pasado. Estoy aquí porque, a pesar de todo, sé que eres una buena madre, y quiero que podamos encontrar una forma de criar a nuestros hijos juntos, aunque estemos separados.
Ella levantó la vista, encontrándose con sus ojos por primera vez desde que la conversación había comenzado. Sintió una punzada de gratitud y dolor al mismo tiempo.
—¿Cómo quieres manejarlo? —preguntó, intentando mantener la compostura.
—Quiero que sigan viviendo aquí, en la casa donde crecieron —respondió Artemio, con un tono decidido—. Tú puedes venir a verlos cuando quieras, pasar tiempo con ellos, llevarlos contigo si así lo prefieres. Pero creo que, por ahora, necesitan estabilidad, y yo puedo dársela aquí.
Vielka asintió lentamente. Sabía que tenía razón, pero la idea de no estar con ellos a tiempo completo era una carga que apenas podía soportar.
—Quiero estar ahí para ellos, Artemio. Quiero que sepan que nunca voy a abandonarles, aunque… aunque ahora las cosas sean diferentes.
—Lo sé. Y por eso estoy dispuesto a hacer esto contigo —dijo él, con una leve sonrisa que, aunque amarga, era genuina—. Porque, aunque tú y yo no podamos volver atrás, ellos merecen tener una vida llena de amor, de ambos.
El silencio volvió a instalarse entre ellos, pero esta vez era menos incómodo. Había algo en las palabras de Artemio que había aliviado una parte del peso que Vielka cargaba, aunque sabía que la culpa nunca desaparecería por completo.
—¿Alguna vez… crees que podrías perdonarme? —preguntó ella, con voz temblorosa.
Artemio la miró durante un largo momento, como si estuviera sopesando cada posibilidad. Finalmente, suspiró.
—No lo sé, Vielka. No sé si el perdón es algo que pueda darte en este momento. Pero tampoco quiero vivir con resentimiento. Lo que pasó… pasó, y ahora lo único que podemos hacer es seguir adelante, por los niños.
Vielka asintió, sintiendo que esas palabras, aunque duras, eran la respuesta más generosa que podía esperar.
—Gracias por ser tan sensato, Artemio. Por… manejar esto de una forma que yo misma no sé si habría podido.
Él esbozó una leve sonrisa, pero no dijo nada. Se levantó y caminó hacia la ventana, observando nuevamente el paisaje mientras la luz del sol comenzaba a desvanecerse.
—Lo hago por ellos, Vielka. Porque, al final, ellos son lo único que importa.
Ella lo observó, sintiendo una mezcla de admiración y tristeza. Artemio siempre había sido un hombre íntegro, alguien que ponía a los demás por encima de sí mismo. Y ahora, mientras la distancia entre ellos se hacía más evidente, no podía evitar lamentar todo lo que había perdido, todo lo que había destruido.
—Gracias —dijo finalmente, con la voz quebrada—. Gracias por ser así, por ser tan buen padre. Siempre he admirado eso en ti, y nunca dejaré de hacerlo.
Artemio no respondió, pero su silencio era una respuesta en sí misma. Vielka entendió que, aunque el amor entre ellos se había roto, aún quedaba algo: respeto, admiración, y una voluntad compartida de hacer lo mejor por sus hijos.
Editado: 23.11.2024