El sonido de la alarma despertó a Artemio a las 6:30 a.m. como cada día. Se desperezó lentamente, acostumbrado ya a esta rutina que había aprendido a llevar solo. Giró la cabeza hacia el lado vacío de la cama, sintiendo el eco de lo que alguna vez fue su hogar compartido con Vielka. Suspiró y se levantó, empujado más por el deber que por el entusiasmo.
En el pasillo, escuchó el suave bullicio de la casa que comenzaba a despertar. Clara, la empleada que había contratado para quedarse a cargo de los niños durante el día, estaba en la cocina, preparando el desayuno. Los olores a café y pan tostado inundaban el aire, dándole a la casa un cálido sentido de estabilidad que le costó meses construir.
—Buenos días, señor Artemio —dijo Clara al verlo entrar, con una sonrisa tranquila.
—Buenos días, Clara. ¿Ya están listos los niños? —preguntó mientras se servía una taza de café.
—Sí, ya los ayudé a vestirse. Javier está terminando su tarea en la sala, y María está en su sillita jugando con los bloques.
Artemio asintió, agradecido por la eficiencia de Clara. Mientras los niños terminaban de alistarse, se permitió un momento para observarlos. Javier, con su entusiasmo infantil, parecía tan feliz como siempre. María, balbuceando mientras encajaba bloques de colores, lo miraba con esos ojos grandes llenos de curiosidad. Sin embargo, Artemio no podía evitar preguntarse si esta nueva rutina, sin la presencia de Vielka por las mañanas, los estaba afectando.
El desayuno transcurrió tranquilo, lleno de risas y conversaciones ligeras. Artemio siempre se aseguraba de que esos momentos fueran especiales, dedicando tiempo a escuchar las pequeñas historias de Javier sobre la escuela o a aplaudir los logros de María con sus juguetes. Al terminar, llevó a los niños al coche y los dejó en la escuela y la guardería, como siempre. Pero mientras conducía hacia su oficina, una pregunta se instaló en su mente: ¿Les faltará algo? ¿Será suficiente lo que les doy?
La jornada laboral comenzó puntualmente. Artemio se sumergió en los proyectos de su empresa, una compañía de ingeniería que había levantado con esfuerzo y sacrificio. Había pasado años trabajando horas interminables, enfrentando desafíos financieros y luchando por consolidarla. Ahora era rentable, estable, una verdadera fuente de orgullo. Sin embargo, en días como este, sentía que ni siquiera ese logro era suficiente para llenar el vacío personal que quedaba tras la separación de Vielka.
Cuando terminó su jornada, Artemio regresó a casa, donde sabía que lo esperaban sus hijos... y Vielka. Desde hacía meses, ella llegaba en las tardes para pasar tiempo con ellos, ayudándolos con la tarea o jugando en el jardín. Era un acuerdo tácito que ambos habían aceptado por el bienestar de los niños. Sin embargo, cada vez que cruzaba la puerta y la veía allí, algo en su interior se removía.
—Hola, papá —dijo Javier, corriendo hacia él con una sonrisa amplia—. Mamá me ayudó con mi dibujo.
María también balbuceó algo parecido a un saludo desde el regazo de Vielka. Ella le sonrió, con esa expresión tranquila que siempre lo había desarmado.
—Buenas tardes, Vielka —dijo Artemio con tono neutro.
—Hola, Artemio —respondió ella, dejándolo hablar primero sobre los detalles del día de los niños.
Intercambiaron actualizaciones sobre Javier y María, desde pequeñas travesuras hasta avances en la escuela. La conversación fluía con naturalidad, casi como si nada hubiera cambiado entre ellos. Pero para Artemio, la presencia de Vielka seguía siendo una mezcla de alivio y una punzada de algo que no podía definir del todo.
Al notar que ella lo miraba con curiosidad, preguntó:
—¿Qué pasa?
—Nada, te veo raro. Como si estuvieras... distraído —respondió Vielka.
Artemio soltó una risa suave. Sí, distraído —pensó—. Por el constante eco de lo que no fue y por las preguntas sin respuesta que lo atormentaban.
—Tal vez un poco. Tengo algunas cosas pendientes del trabajo —dijo, encogiéndose de hombros—. Por cierto, ¿podrías quedarte a acostar a los niños esta noche? Tengo un asunto que resolver más tarde.
—Claro, no hay problema —respondió ella sin titubear.
Artemio se retiró a su oficina en casa, pero no logró concentrarse en los documentos que tenía frente a él. Su mente vagaba, cuestionándose si era tiempo de seguir adelante. Aunque estaba trabajando en terapia para procesar sus sentimientos hacia Vielka, una parte de él sentía la necesidad de explorar algo más, tal vez incluso alguien más. No se trataba de reemplazarla, sino de satisfacer necesidades que había ignorado por mucho tiempo.
Sabía que Vielka ya no veía a Alfonso; eso le daba cierta tranquilidad para permitir que estuviera cerca de los niños. Sin embargo, la pregunta seguía ahí: ¿Por qué no fui suficiente para ella?
Unos minutos más tarde, escuchó los pasos de Vielka bajando las escaleras. Terminada su tarea con los niños, estaba lista para irse.
—Gracias por quedarte —dijo Artemio mientras ella se acercaba a la puerta.
—De nada. ¿Todo bien? —preguntó Vielka, notando su expresión pensativa.
Artemio vaciló un momento antes de responder.
—¿Te quedarías un momento más? Quiero ofrecerte una copa... solo para agradecerte.
Ella lo miró sorprendida, pero asintió. Artemio sirvió dos copas de vino y ambos se sentaron en la sala, en un ambiente que, aunque cargado de historia, no se sentía tenso.
—Es curioso estar aquí contigo así —dijo Vielka, rompiendo el silencio—. Se siente... raro, pero cómodo.
Artemio asintió, observándola con una mezcla de melancolía y aceptación.
—Sí, creo que ambos hemos cambiado mucho. Pero sigue habiendo algo que nos une: los niños.
—Y la historia que compartimos —añadió ella.
Hablaron de momentos pasados, de sueños que no llegaron a cumplirse, y de cómo la vida les había llevado por caminos inesperados. La conversación no era amarga, sino tranquila, como dos amigos que aceptan lo que ya no es.
Editado: 23.11.2024