Entre el fuego y la calma

Reina del Caos

Camila se encontraba en el centro de su sala, un lugar que más parecía el trono de una emperatriz moderna que un espacio habitable. La decoración, opulenta y llena de detalles dorados, contrastaba con el aire frío que impregnaba el ambiente. Estaba recostada en un sillón de terciopelo rojo, con una copa de champaña en la mano y una sonrisa torcida adornando su rostro.

El sonido de su risa resonó en la habitación, ligera al principio, pero volviéndose más aguda y delirante con cada segundo. Había logrado lo que todos consideraban imposible: tenía a Alfonso Carrera contra las cuerdas.

Sobre una mesa cercana, su teléfono vibró. Tomó el dispositivo y leyó el mensaje de uno de sus hombres: "Ya estamos dentro. El caos es total. Todo según el plan."

Camila soltó una carcajada, esta vez más controlada, como si saboreara la victoria que estaba construyendo. Dio un largo trago a su copa y se levantó, caminando hacia una ventana enorme desde donde podía ver la ciudad extendiéndose como un tablero de juego.

—Alfonso siempre pensó que podía controlarme… que yo era solo una muñeca decorativa. —Su voz, aunque baja, contenía una furia contenida que se iba liberando palabra a palabra—. Pero hoy, querido, te darás cuenta de que no me subestimas. Nadie, nadie se burla de Camila Carrera.

Cerró los ojos un momento, dejando que el sabor del triunfo llenara cada fibra de su ser. Luego, su mente se volvió hacia los niños de Vielka, a quienes había ordenado secuestrar. Sabía que eso era su golpe maestro, la carta que garantizaría que Alfonso y Vielka no tuvieran más opción que arrodillarse ante ella.

—¿Cómo se siente ahora, Vielka? —murmuró, su tono cargado de un veneno que parecía calentar la habitación—. Siempre tan perfecta, tan fuera de mi alcance. Pensaste que podías robarme a Alfonso. Que podías desafiarme y salir impune. Pero ahora sabes lo que pasa cuando alguien juega con mi territorio.

Camila dio un paso hacia la mesa, donde descansaba un cigarro fino en un porta cigarrillos de cristal. Lo encendió lentamente, disfrutando del sonido del papel quemándose, y se sentó, cruzando las piernas mientras el humo formaba espirales a su alrededor.

—Martínez —llamó con voz firme.

Uno de sus hombres apareció en la puerta, un tipo robusto con una expresión que mezclaba nerviosismo y lealtad absoluta.

—¿Señora? —respondió, manteniendo la mirada baja.

—Quiero que todo sea un infierno allá adentro. Los explosivos que colocaron deben hacer más ruido, pero asegúrate de que no destruyan las salidas… aún. Necesitamos que Alfonso y su gente crean que tienen una oportunidad antes de aplastarlos. —Dio otra calada al cigarro, sus ojos brillando con una mezcla de locura y cálculo frío—. Y cuando terminen de “jugar”, quiero que se replieguen. Si Alfonso sobrevive… y solo si él sobrevive… lo quiero aquí.

El hombre asintió rápidamente y comenzó a retirarse, pero ella lo detuvo con un gesto de la mano.

—Ah, Martínez, no olvides el mensaje para Vielka. Quiero que ella sienta cada segundo de esto. ¿Entendido?

—Por supuesto, señora —respondió él, y salió de la habitación.

Camila volvió a quedarse sola, su mente trabajando a toda velocidad. Sabía que la guerra estaba lejos de ganarse. Alfonso no era un hombre que se doblegara fácilmente, y su furia sería como un incendio incontrolable una vez que escapara, si es que lograba salir vivo. Pero esa era la parte emocionante, el juego que más disfrutaba.

Se acercó a un espejo de cuerpo entero, examinándose con detenimiento. Llevaba un vestido rojo, ajustado, que resaltaba cada curva, y un collar de diamantes que caía con elegancia sobre su pecho.

—Siempre dijiste que era bonita pero hueca, Alfonso —susurró, sonriendo con malicia—. Pero ahora mírame. Estoy a tu nivel. No, mejor… te superé. Porque tú amas con debilidad, y yo solo amo el poder.

Su risa volvió a llenar la habitación, resonando con una intensidad que rozaba la locura. Pensó en Alfonso y Vielka, atrapados en el caos que había diseñado, y en los niños, cuya presencia era su seguro contra cualquier contraataque.

—Son tan adorables —dijo en voz baja, como si hablara con los pequeños, aunque no estaban presentes—. Seguro que mami y papi harán cualquier cosa para que vuelvan a casa… incluso arrodillarse ante mí.

Camila terminó su cigarro y lo apagó lentamente en un cenicero dorado. Su mente viajaba al momento en que enfrentaría a Alfonso cara a cara. Lo visualizó entrando a la habitación, cubierto de sangre y polvo, con una furia contenida. Pero esta vez, ella tendría el control.

—Si sales vivo, amor, nos veremos las caras —dijo, su tono suave pero lleno de amenaza—. Y esta vez, yo dictaré las reglas. ¿Listo para inclinarte ante tu reina?

Tomó otra copa de champaña, brindando en solitario por la victoria parcial que había logrado. No sería el final, pero era un comienzo prometedor. Había esperado demasiado tiempo para este momento, y no tenía intención de desperdiciarlo.

—Que empiece el verdadero juego —murmuró, con una sonrisa que era puro veneno.




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