Entre el fuego y la calma

El fuego nunca se apaga

Las luces de la mansión brillaban como faros en la vasta oscuridad de la selva que la rodeaba. Desde afuera, parecía un refugio de lujo inquebrantable, pero dentro, el caos del mundo al que pertenecían Alfonso y Vielka siempre acechaba. La calma, si alguna vez existió, había sido reemplazada por una rutina de estrategias, decisiones peligrosas y el constante ruido de teléfonos y radios que traían noticias de enemigos que nunca dejaban de avanzar.

Vielka se ajustó el vestido negro que Alfonso le había regalado, un diseño exclusivo que apenas había llegado de Milán. Mientras miraba su reflejo en el espejo del inmenso vestidor, escuchó la voz grave de Alfonso desde el dormitorio.

—¿Lista para la reunión? —preguntó él, su tono tranquilo, pero con ese filo característico que siempre lo acompañaba.

Ella salió del vestidor, descalza, con una copa de vino en la mano. —Lista. Aunque no entiendo por qué insistes en que vaya. Sabes que no soporto estas reuniones.

Alfonso, sentado en el borde de la cama mientras se ajustaba los puños de su camisa blanca, alzó la mirada hacia ella. Sus ojos oscuros la recorrieron lentamente, deteniéndose en sus labios pintados de rojo.

—Porque no confío en nadie más que en ti para estar a mi lado, Vielka —dijo con sinceridad, poniéndose de pie y acercándose a ella—. Además, me gusta tenerte cerca. Siempre me recuerdas lo que estoy protegiendo.

Vielka dejó la copa en una mesa cercana y se acercó a él. Sus dedos rozaron el cuello de su camisa, ajustándola con delicadeza. —¿Yo soy todo? —preguntó, su tono bajo, casi como un susurro.

Alfonso deslizó una mano hacia su cintura, atrayéndola hacia él. —Siempre.

Ella lo miró a los ojos, buscando esa promesa que él siempre había cumplido, aunque a veces con un costo devastador. Lo besó, un beso lento que hablaba de la mezcla de amor, peligro y devoción que definía su relación.

En la sala principal, los líderes de las células aliadas del cartel se reunían alrededor de una mesa de mármol negro. Alfonso se sentó en la cabecera, con Vielka a su derecha. Su presencia, como siempre, generaba una mezcla de respeto y desconfianza. Aunque no era oficialmente parte del negocio, su influencia sobre Alfonso era evidente, y eso incomodaba a muchos.

Uno de los hombres, Delgado, un veterano del cartel que lideraba la zona del norte, alzó la voz. —Estamos perdiendo terreno en la frontera. Los Estrada están moviendo mercancía en nuestras rutas, y cada vez tenemos menos margen para actuar.

Alfonso escuchaba en silencio, su rostro imperturbable. Vielka, que había aprendido a leerlo con precisión, sabía que ya tenía un plan, aunque prefería escuchar antes de actuar.

—¿Cuánto tiempo vamos a esperar para hacer algo? —continuó Delgado, su tono cada vez más impaciente—. Necesitamos una respuesta directa, o perderemos todo lo que construimos.

—Ya he enviado a hombres a reforzar esas rutas —respondió Alfonso finalmente, su tono bajo pero autoritario—. Si crees que puedes manejarlo mejor, Delgado, te invito a que lo intentes. Pero no olvides que cada error que cometas es un error que te costará más que la confianza de este grupo.

Delgado bajó la mirada, consciente de que había cruzado un límite.

Vielka se inclinó hacia Alfonso, susurrándole al oído. —¿Por qué lo mantienes aquí si no confías en él?

—Porque un enemigo cerca es más fácil de controlar que uno suelto —respondió Alfonso, apretando suavemente su mano bajo la mesa.

Después de la reunión, Vielka y Alfonso regresaron a su habitación. Ella se deshizo de los tacones, dejando que cayeran al suelo mientras se dirigía al enorme balcón que daba hacia la piscina iluminada. Alfonso se quedó observándola desde la cama, desabrochando los primeros botones de su camisa.

—¿Te arrepientes de estar aquí? —preguntó, su voz rompiendo el silencio.

Vielka se giró hacia él, cruzando los brazos sobre su pecho. —¿Arrepentirme? No. Pero a veces me pregunto si esto es lo que quería para mí, para mis hijos.

Alfonso se levantó y caminó hacia ella, rodeándola con sus brazos desde atrás. —Hice todo esto para que ellos estuvieran a salvo.

—Lo sé —dijo ella, apoyando su cabeza en su pecho—. Pero no puedo evitar pensar en lo que perdí. mis hijos… mi empresa… mi vida normal.

Él la giró suavemente para mirarla a los ojos. —Esa vida no te protegía. Esa vida no era para ti. Aquí, conmigo, tienes todo lo que necesitas. Lujos, seguridad, y sí, mucho peligro. Pero también tienes a alguien que te ama más que a su propia vida.

Ella lo besó con intensidad, como si sus labios fueran la única respuesta necesaria. Alfonso la levantó en brazos, llevándola a la cama, donde las palabras se convirtieron en caricias y la promesa de un amor que ardía incluso en el caos.

Más tarde esa noche, mientras Alfonso dormía, el teléfono personal de Vielka sonó. Ella reconoció el número al instante: Artemio. Salió al balcón para contestar, asegurándose de que Alfonso no pudiera escuchar.

—Hola, todo bien —preguntó con un tono preocupado.

— Solo necesito saber si estás bien —respondió Artemio, su voz cargada de preocupación—. Y también para decirte que no vuelvas a llamarnos.

Vielka sintió un nudo en la garganta. —Solo quiero asegurarme de que los niños estén bien.

—Están bien, Vielka. Pero cada vez que escucho tu nombre, temo por nuestra seguridad. Por favor, déjanos en paz.

Ella colgó sin responder. Las lágrimas amenazaban con salir, pero se las tragó. Miró hacia la oscuridad de la selva, donde los peligros que enfrentaba eran constantes, lo unico que la tranquilizaba era saber que había alguien dispuesto a enfrentarlos con ella.

Al amanecer, el sonido de disparos despertó a toda la mansión. Alfonso reaccionó al instante, agarrando su arma y dirigiéndose al pasillo. Vielka lo siguió, su corazón latiendo con fuerza.

—¡Mantenganla protegida! —ordenó Alfonso a uno de sus hombres, pero Vielka lo detuvo.




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