El sol de mediodía bañaba la terraza de mármol blanco de la mansión, un paraíso escondido entre las montañas que Alfonso había convertido en su fortaleza. Vielka estaba sentada en un sofá de lujo bajo la sombra de una pérgola, sus piernas cruzadas elegantemente y una mano descansando sobre su vientre, donde una nueva vida crecía. Vestía un caftán de seda color crema, que flotaba con la brisa suave. Su cabello caía en ondas naturales, y en su rostro se dibujaba una sonrisa serena, altiva. Ella era el centro de todo, la mujer que Alfonso siempre había querido a su lado, y ahora era su reina en todos los sentidos.
A su lado, Alfonso revisaba documentos en una tablet, con la atención parcial puesta en el informe de operaciones del cartel. Estaba impecable, con una camisa blanca perfectamente planchada y los primeros botones abiertos, mostrando su pecho bronceado. Su mirada, siempre calculadora y feroz, se suavizaba cada vez que caía sobre Vielka. Era el lobo en su máxima expresión: poderoso, en control y profundamente devoto a la mujer que finalmente había reclamado como suya.
—¿Te sientes bien? —preguntó Alfonso sin levantar la vista de la pantalla, aunque su tono revelaba un cuidado genuino.
Vielka asintió mientras acariciaba su vientre. —Mejor que nunca. Este niño me da una energía que no sabía que tenía.
Alfonso dejó la tablet a un lado y se inclinó hacia ella, tomando su mano. Sus ojos oscuros la miraron con una mezcla de ternura y deseo. —Ese niño es un reflejo de lo que somos tú y yo, Vielka. Fuego y calma. Todo lo que siempre quise está aquí, contigo.
Vielka sonrió, inclinándose para besarlo suavemente. —Y todo lo que yo soy es porque me has dado la fuerza para serlo.
Sus palabras no eran un cumplido vacío. Había aprendido a moverse en el mundo peligroso de Alfonso con una confianza que pocos podían igualar. Ahora, sus opiniones no solo eran escuchadas en las reuniones del cartel, sino respetadas. Alfonso no ocultaba su admiración por ella, y su influencia la había convertido en un pilar estratégico, una combinación letal de inteligencia y elegancia.
Más allá, los hijos de Alfonso jugaban en el jardín. Vielka había desarrollado un cariño genuino por ellos, asegurándose de que se sintieran amados y protegidos. En ellos veía una extensión de Alfonso, y quizás, un eco de lo que había dejado atrás.
—Mamá Vielka, ¿nos puedes contar otra historia esta noche? —gritó la hija de Camila, con una voz que resonó por todo el patio.
—Claro que sí, preciosa —respondió ella, con una sonrisa cálida—. Pero solo si prometes recoger tus peluches.
Alfonso observó la escena con satisfacción, tomando una copa de vino tinto. En ese momento, el lobo se sentia completo y poderoso. Su reina estaba a su lado, su imperio estaba asegurado, y su familia estaba creciendo.
Sin embargo, cuando la noche caía y la mansión se sumía en silencio, Vielka se encontraba a menudo sentada en el balcón, sola con sus pensamientos. El fuego que la mantenía viva, que la había llevado hasta aquí, también traía consigo un vacío que no lograba llenar del todo.
Esa noche, mientras Alfonso dormía profundamente a su lado, ella salió al balcón con una taza de té en las manos. La brisa nocturna acariciaba su rostro, llevando consigo el aroma de la selva y el leve eco de los sonidos de la noche: grillos, el murmullo del viento entre las hojas, y, a lo lejos, el susurro de un mundo que nunca parecía descansar.
Apoyó una mano en la baranda de hierro forjado, fría al tacto, mientras sus ojos se perdían en las montañas, donde las luces lejanas de los pueblos parpadeaban como estrellas. Esas luces, pequeñas y frágiles, le recordaban la simplicidad de una vida que alguna vez había sido suya, una vida que ahora le parecía tan ajena como un sueño olvidado.
Cerró los ojos y permitió que su mente vagara hacia otro tiempo, otra vida. Pensó en Artemio, en la calma que su presencia le daba, en las noches tranquilas en las que todo parecía seguro y predecible. Recordó las risas de sus hijos corriendo por la casa, el sonido de sus pies pequeños golpeando el suelo, los abrazos antes de dormir y las pequeñas rutinas que habían sido la esencia de su vida. La voz suave de Artemio leyéndoles cuentos antes de que el sueño los venciera, el olor del café por la mañana, la sensación de pertenecer a un mundo que, aunque imperfecto, era suyo.
Ese mundo parecía tan lejano ahora, como si perteneciera a otra persona, a una Vielka que ya no existía. Una mujer que había elegido la calma sobre el caos, la seguridad sobre la pasión. Una mujer que no conocía el fuego que ahora ardía en su vida.
Abrió los ojos, y el peso de esa distancia cayó sobre ella. Miró sus manos, las mismas que alguna vez habían acariciado las mejillas de sus hijos y les habían prometido que siempre estarían seguros. ¿Había cumplido esa promesa? Había hecho lo que creía necesario: enviarlos lejos, protegerlos del mundo que ahora habitaba. Pero al hacerlo, también había roto algo dentro de ella, algo que no estaba segura de poder reparar.
Llevó una mano al vientre, donde el pequeño movimiento de su bebé la devolvió al presente. Era una vida nueva, una oportunidad de algo distinto, pero también una fuente de preguntas que no podía responder. ¿Qué habría pasado si hubiera elegido quedarse? La pregunta resonó en su mente como un eco implacable. ¿Si hubiera soportado la rutina en lugar de buscar el peligro, la adrenalina, la pasión?
La culpa se instaló en su pecho como un peso familiar, un huésped que nunca se iba del todo. ¿Qué tipo de madre era al haber enviado lejos a sus hijos para protegerlos, mientras ella se quedaba en el epicentro del caos? Pensó en sus rostros, en cómo habían llorado cuando les explicó que iban a viajar, en cómo Javier había sostenido su mano con fuerza, pidiendo quedarse. ¿Había sido lo correcto? ¿O solo era otra decisión egoísta de alguien que no sabía cómo renunciar al fuego?
Editado: 28.11.2024