Entre el Hielo y la Lluvia

Capítulo 6 - El peso del apellido Bai

La mañana había comenzado con el sonido de los teléfonos y el murmullo de asistentes en el vestíbulo del Estadio Central de Ciudad S.

Bai Ji Ruan llevaba el abrigo colgado del brazo y los auriculares puestos, pero ni la música conseguía tapar del todo la voz áspera que le retumbaba en la cabeza.

—“¿Eso es todo lo que sabes hacer? ¿Sonreír en público mientras arrastras el apellido Bai por el hielo?”—
Las palabras de su padre seguían frescas, dichas con ese tono que ni los años ni los trofeos habían logrado suavizar.

Ji Ruan cerró los ojos por un momento. Había creído que ya no le afectarían, pero todavía dolían. Todavía se sentía ese niño que esperaba, sin éxito, una mirada de orgullo.

El hielo se extendía frente a él como un espejo helado. Bai Ji Ruan deslizaba los patines con precisión, cada movimiento medido, cada giro calculado. Sin embargo, su mirada no brillaba como siempre. Había una tensión invisible en su postura, un silencio en su respiración que no era propio de él.

Su entrenador lo observaba desde la baranda, con los brazos cruzados y el ceño fruncido. Ji Ruan había estado entrenando desde temprano, sin apenas detenerse, repitiendo la misma secuencia una y otra vez como si quisiera escapar de algo.

Cuando falló un salto y cayó de rodillas sobre el hielo, el entrenador dio un paso adelante. Ji Ruan se levantó enseguida, fingiendo que no dolía, pero la forma en que se sostuvo las muñecas lo delató.

—Suficiente por hoy —dijo el entrenador finalmente, alzando la voz.

Ji Ruan no protestó. Solo asintió, respirando hondo, y se retiró del hielo con pasos lentos. Mientras desaparecía por el pasillo hacia los vestidores, el entrenador suspiró. Lo conocía lo suficiente como para saber que algo no estaba bien. No era la primera vez que lo veía así: encerrado en sus pensamientos, desconectado del mundo.

Sacó su teléfono, dudó unos segundos y finalmente marcó un número.

—Señor Gu, disculpe que lo moleste —dijo en voz baja cuando la llamada fue respondida—. Ji Ruan ha estado entrenando desde la mañana y parece fuera de sí, se cayó hace un rato, no fue grave, pero… su estado mental no es bueno.
Hubo un silencio breve al otro lado.

—Ya entiendo —respondió Gu Lan Shen con un tono tranquilo, aunque su voz tenía un matiz de preocupación difícil de ocultar— Gracias por avisarme, yo me encargo.

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Cuando Ji Ruan salió del estadio, el sol comenzaba a ocultarse. Llevaba la chaqueta cerrada hasta el cuello, las manos en los bolsillos y la mirada perdida. No se dio cuenta del coche oscuro que se detuvo frente a él hasta que la ventanilla se bajó y una voz conocida lo llamó.

—Sube.

Gu Lan Shen estaba detrás del volante, sin traje ni corbata esta vez, solo una camisa blanca y las mangas dobladas hasta los codos. Su expresión era serena, pero en su mirada se escondía una preocupación silenciosa.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Ji Ruan, sorprendido.

—Pasaba cerca —respondió Gu Lan Shen, encendiendo el motor—. Y pensé que necesitabas aire.

Ji Ruan arqueó una ceja, con una media sonrisa cansada. —¿Y desde cuándo lees la mente?

—Digamos que alguien con buena intuición me dio una pista —dijo él, desviando la vista hacia el camino.

El trayecto fue tranquilo, acompañado solo por el sonido del motor y el murmullo lejano de la ciudad. Gu Lan Shen no hizo preguntas, y Ji Ruan no explicó nada. Pero ese silencio, lejos de ser incómodo, se sentía casi necesario.

Llegaron a un mirador fuera de la ciudad. Desde allí, las luces de Ciudad X parecían un océano titilante. Ji Ruan bajó del coche y respiró el aire frío. Le ardía el pecho, como si el esfuerzo de seguir conteniendo todo finalmente pasara factura.

—¿Quieres hablar de lo que pasó? —preguntó Gu Lan Shen, apoyándose contra el coche.

—No hay mucho que decir —respondió Ji Ruan con voz baja—. Solo… lo de siempre.

Gu Lan Shen no insistió. Se limitó a quedarse a su lado, observando el horizonte. Esa calma suya no era indiferencia, era una forma de compañía silenciosa que Ji Ruan agradeció más de lo que podría decir.

—A veces pienso que no importa cuánto me esfuerce —dijo al cabo de un rato—. Que nada será suficiente para él.

—Quizá el problema no está en ti —replicó Gu Lan Shen—, sino en lo que él no sabe ver.

Ji Ruan lo miró, sorprendido por la sencillez con que lo decía.
Gu Lan Shen continuó:
—Tu talento, tu esfuerzo, todo eso habla por ti. No dejes que alguien tan limitado decida cuánto vales.

Las palabras lo golpearon con una suavidad desconcertante. Ji Ruan bajó la mirada, pero en sus labios apareció una sonrisa mínima. —No sé si me estás consolando o dándome una lección.

—Ambas —contestó Gu Lan Shen sin dudar—. Y antes de que lo niegues, sé que no has comido nada desde el mediodía.

Ji Ruan lo miró con incredulidad. —¿También te lo dijo tu “intuición”?

—No, tu cara —respondió con una leve curva en los labios—. Y las ojeras no mienten.

Ji Ruan soltó una risa pequeña, sincera, que rompió el aire tenso.

—Está bien… comeré, pero solo si no eliges uno de esos restaurantes en los que una ensalada cuesta lo mismo que un mes de alquiler.

—Eso depende de tu definición de “caro” —replicó Gu Lan Shen con naturalidad.

Y sin darse cuenta, la conversación fue aligerando el peso del día. El coche se alejó del mirador mientras la noche caía sobre Ciudad X. Ji Ruan apoyó la cabeza contra la ventana, mirando las luces pasar.

Por primera vez en mucho tiempo, el silencio no dolía.
Y aunque no lo dijera en voz alta, sentía que con Gu Lan Shen… podía respirar de nuevo.




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