Las calles suben,
bajan,
se pierden en el Tajo,
como mis ganas de hablar de lo que duele.
Tú, con tu cámara,
capturando la luz que yo no veo,
mientras restauro grietas
en cuadros ajenos
—las mías siguen abiertas—.
Dicen que Lisboa no tiene prisa,
que el tiempo aquí es salitre y azulejos.
¿Por qué, entonces,
cuando me besaste entre la lluvia,
sentí que el reloj se detenía
como un corazón asustado?
Tal vez amar sea esto:
dejar que alguien
—sin permiso—
recomponga nuestros fragmentos,
no como eran antes,
sino como podrían ser
bajo una luz nueva.
(Y la ciudad, testigo,
nos mira desde sus colinas,
sabiendo que el amor,
como el fado,
se canta mejor
con las cicatrices al descubierto).