Entre las luces de Lisboa

Capítulo 1: Llegada a Lisboa

El aire del Boeing 737, una mezcla de oxígeno recirculado y la tenue fragancia de café de aviación, aún se aferraba a la ropa de Lucía Ferrer mientras descendía la pasarela en el Aeropuerto Humberto Delgado de Lisboa. Su corazón, un nudo apretado de ansiedad y una tristeza silenciosa que no lograba sacudirse, latía con un ritmo inconstante. Cada paso era una invitación a la incertidumbre, un adiós tácito a un pasado reciente en España que había dejado cicatrices invisibles, pero profundamente sentidas. Lisboa la recibió no con un sol inclemente, sino con una luz dorada y suave, casi melancólica, que se filtraba a través de un cielo salpicado de nubes. Era una luz que envolvía las fachadas de los edificios antiguos con un halo de misterio y promesa, pintando la ciudad con tonalidades ocres y rosadas que la sorprendieron gratamente.

Se sintió, de inmediato, como una forastera. Los carteles en un portugués musical que no terminaba de descifrar del todo, la prisa de los viajeros a su alrededor, el murmullo de un idioma desconocido que, sin embargo, le sonaba extrañamente familiar. Pero a pesar de la desubicación, una sensación de asombro comenzó a instalarse. El aire, denso y cargado de un aroma salino que delataba la cercanía del océano, y el sonido distante y melódico de las gaviotas sobre el Tajo, la envolvieron en una atmósfera que, poco a poco, fue tejiendo una sensación de bienvenida. No era la bienvenida ruidosa y eufórica que uno esperaría de un nuevo comienzo, sino una más sutil, como un susurro antiguo que la invitaba a quedarse y a escuchar sus secretos.

La travesía en taxi desde el aeropuerto hasta su nuevo hogar fue un viaje a través de contrastes. De la modernidad funcional de la terminal, pasó a avenidas arboladas que pronto se estrecharon y ascendieron, revelando el corazón palpitante de Lisboa. Las calles, empinadas y sinuosas, serpenteaban entre edificios de azulejos centenarios, algunos relucientes y bien conservados, otros descoloridos por el tiempo, pero todos contando historias silenciosas. Lucía observaba por la ventanilla, fascinada por la belleza decadente y vibrante de la ciudad. Los tranvías amarillos traqueteaban por las colinas, las lavanderías colgaban de balcones adornados con geranios, y el aroma a café recién hecho y a pasteles de nata flotaba en el aire. Cada esquina parecía esconder un mirador con vistas espectaculares, y se sintió una pequeña hormiga en un laberinto de maravillas.

Su pequeño apartamento estaba en Alfama, el barrio más antiguo y quizás el más evocador de Lisboa. El taxi se detuvo en una callejuela tan estrecha que apenas cabía, y Lucía tuvo que arrastrar su maleta por adoquines irregulares. El edificio, antiguo y con una fachada de azulejos descoloridos, tenía el encanto de lo vivido. Al abrir la puerta del apartamento, se encontró con un espacio modesto pero acogedor. Una sala con una pequeña cocina integrada, un dormitorio y un baño, todo con una pulcritud que agradeció. Pero lo que realmente le robó el aliento fue la vista. Desde la pequeña ventana del salón, la ciudad se desplegaba ante ella como un tapiz de terracota: tejados superpuestos de un rojo anaranjado, cúpulas de iglesias asomando entre las casas, y al fondo, la majestuosa extensión del Tajo, brillando como una cinta de plata bajo la luz del atardecer lisboeta. Era una vista que invitaba a la contemplación, a dejar volar los pensamientos.

Con un suspiro que liberó parte de la tensión acumulada, Lucía comenzó a desempacar. No tenía muchas pertenencias, solo lo esencial para su trabajo y unas pocas cosas personales. Sus manos, expertas y delicadas, desempacaron primero sus herramientas de restauradora: pinceles finos, bisturís de precisión, lupas, pequeños botes de pigmentos y disolventes. Cada objeto era una extensión de su ser, un símbolo de su profesión, la que la había traído hasta aquí y la que esperaba que la ayudara a reconstruir no solo piezas de arte, sino también su propia vida. Los colocó meticulosamente sobre la mesa de la pequeña cocina, ya imaginando su futuro espacio de trabajo en el museo.

Entre la ropa y los libros, encontró un único objeto personal de gran valor sentimental: una antigua caja de música de madera tallada. Era de su abuela, un regalo de cuando era niña, y el mecanismo aún funcionaba, aunque con una ligera desafinación. Al abrirla, la dulce y algo triste melodía de "La Vie en Rose" llenó el pequeño apartamento. Se sentó en el suelo, la caja en su regazo, y cerró los ojos. La música la transportó por un instante a un tiempo y un lugar que prefería olvidar, a una Madrid que ahora le parecía lejana y llena de ecos dolorosos. Reflexionó sobre la magnitud de su nuevo trabajo en el Museo Nacional de Arte Antiguo, la colección que debía restaurar era de incalculable valor, un desafío que la emocionaba y la asustaba a partes iguales. Este proyecto era su oportunidad, su billete para dejar atrás el escándalo profesional que casi destruye su carrera y la relación fallida que la había dejado con el corazón roto y la confianza destrozada. Lisboa era la distancia, el velo que esperaba que la cubriera de su pasado.

La melodía de la caja de música se apagó, dejando un silencio suave en la habitación. Lucía abrió los ojos y miró de nuevo por la ventana. Las luces de la ciudad comenzaban a encenderse, parpadeando como estrellas en la colina. A pesar de la incertidumbre que aún la abrazaba, y del eco lejano de sus problemas en Madrid, una sensación nueva, una curiosidad tibia y persistente, comenzó a germinar en ella. Lisboa no era solo un escape, era una promesa. Y por primera vez en mucho tiempo, Lucía Ferrer sintió un atisbo de esperanza por lo que el mañana podría traer.




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