Los días siguientes a su encuentro en el Mercado da Ribeira transcurrieron para Lucía en una burbuja de intensa concentración. El Museo Nacional de Arte Antiguo, con sus altos techos abovedados y la gravedad silenciosa de sus colecciones, se convirtió en su refugio, un santuario donde la precisión y la paciencia eran las únicas divinidades. El laboratorio de restauración, un espacio impoluto y bien iluminado, era su nuevo mundo. Allí, rodeada de sus herramientas, de los lienzos antiguos y las esculturas que aguardaban su toque sanador, Lucía se sumergía en la meticulosidad de su labor. Cada trazo de pincel, cada delicada aplicación de disolvente, cada minucioso retoque, era un acto de meditación, un consuelo que la alejaba de los fantasmas de su pasado. En la quietud del museo, el eco de Madrid y la sombra de Javier se desvanecían, sustituidos por la urgente demanda de las obras de arte que clamaban por su atención. Su mente, una vez más, era un reloj suizo de concentración.
Había comenzado a trabajar en un tríptico flamenco del siglo XV, una pieza de una belleza intrincada y un deterioro significativo. Las capas de barniz oxidado ocultaban la luminosidad original de los colores, y el tiempo había dejado su huella en cada detalle. Lucía sentía una conexión profunda con cada obra que tocaba, una responsabilidad casi sagrada. Sus guantes blancos se movían con la destreza de una cirujana, sus ojos escrutaban cada milímetro del panel de madera, desvelando poco a poco los secretos que el tiempo había cubierto. En la lenta y gratificante danza de la restauración, encontró una paz que hacía mucho no experimentaba.
Su concentración, sin embargo, se vio abruptamente interrumpida una mañana. La puerta del laboratorio se abrió con un crujido suave, y el director del museo, el Señor Almeida, un hombre pulcro y de maneras formales, entró con una sonrisa que Lucía no supo descifrar del todo.
"Señorita Ferrer", comenzó Almeida, su voz resonando ligeramente en el silencio del espacio. "Tengo una excelente noticia. Hemos decidido documentar el proceso de restauración de la colección, dada su importancia histórica. Creemos que el público apreciará ver el trabajo tan meticuloso que se realiza tras bambalinas".
Lucía asintió, su mente aún aferrada a los detalles del tríptico. La idea le parecía razonable, incluso interesante desde una perspectiva de divulgación. "Comprendo, señor director. ¿Han pensado en alguna empresa de fotografía en particular?"
Almeida sonrió, un brillo en sus ojos. "De hecho, sí. Hemos contratado a un joven talento local, muy reconocido por su trabajo con la luz de Lisboa. Su nombre es Tomás Oliveira."
En ese instante, el mundo de Lucía se detuvo. El pincel que sostenía tembló ligeramente en su mano. Tomás Oliveira. El nombre, su sonrisa, la mancha de café. El hombre del mercado, el de los ojos curiosos y la energía espontánea, el que había dejado una huella inesperada en su mente. Su corazón dio un vuelco desacompasado. Una oleada de nerviosismo y una extraña sensación de incomodidad la invadieron. ¿Él? ¿Aquí? La idea de tenerlo cerca, observándola, capturando cada uno de sus movimientos con su lente, le resultaba profundamente inquietante. Ella, tan acostumbrada a la invisibilidad del trabajo tras el cristal, detestaba ser el centro de atención.
"¿Tomás Oliveira?", preguntó, su voz sonando más débil de lo que pretendía.
"Así es", confirmó Almeida, ajeno a su turbación. "Llegará en un momento. Espero que colaboren estrechamente para asegurar el éxito del proyecto. Será una oportunidad magnífica para mostrar su arte al mundo".
Antes de que Lucía pudiera formular una objeción, o al menos procesar la noticia, un murmullo animado se escuchó desde el pasillo. La puerta del laboratorio se abrió de par en par, y ahí estaba él. Tomás Oliveira.
Llegó con una explosión de energía que pareció llenar el, hasta entonces, sereno espacio. Llevaba una mochila grande al hombro, de la que asomaban lentes y trípodes, y en su mano, la misma cámara que Lucía recordaba del mercado. Su cabello oscuro, un poco despeinado, y sus ojos brillantes irradiaban una confianza y una alegría que a Lucía le resultaron, en ese momento, casi intimidantes. Sonrió a Almeida, luego su mirada se posó en Lucía, y una chispa de reconocimiento, casi de diversión, iluminó sus facciones.
"¡Tomás! Qué bueno que llegas", dijo Almeida, dándole una palmada en el hombro. "Permíteme presentarte formalmente a la señorita Lucía Ferrer, nuestra brillante restauradora. Ella es la encargada del proyecto del tríptico flamenco".
Tomás se acercó, extendiendo una mano con una sonrisa que a Lucía le pareció demasiado amplia, demasiado confiada. "Encantado de conocerla, Señorita Ferrer. Aunque creo que ya hemos tenido el placer... de un 'encuentro' antes", dijo, y sus ojos azules brillaron con picardía, haciendo una sutil referencia al incidente del café.
Lucía sintió que sus mejillas se encendían. Apretó su mano con un apretón breve y formal, tratando de mantener la compostura. "Sí, así es. Un placer, señor Oliveira." Su voz era seca, casi glacial.
"Por favor, llámame Tomás", replicó él, su sonrisa inalterable. "Y no te preocupes, mi camiseta está limpia ahora. Solo un pequeño recordatorio de nuestro primer y memorable encuentro." Se rio suavemente.
Lucía lo miró con una mezcla de fastidio y una incómoda conciencia. Él no iba a olvidarlo, ¿verdad?
"Bien", intervino Almeida, ajeno a la sutil tensión entre ellos. "Tomás documentará todo el proceso. Queremos tomas del antes, el durante y el después. Queremos ver a la artista en acción, la magia de la restauración."