El laboratorio de restauración, un santuario de silencio y precisión para Lucía, se transformó sutilmente con la irrupción de Tomás. Ya no era solo el suave raspado de su bisturí sobre el barniz, el ligero tintineo de sus herramientas o el susurro casi inaudible de un pincel. Ahora, a esos sonidos se sumaba el clic-clac constante de la cámara de Tomás, el zumbido apenas perceptible de su trípode al ajustarse, y, lo que era más molesto para Lucía, su propia presencia vibrante, a veces demasiado cerca. La convivencia forzada en aquel espacio de trabajo tan íntimo no tardó en sacar a relucir la esencia de sus personalidades opuestas, creando una sinfonía de fricciones cotidianas.
Lucía Ferrer era una maestra de la planificación. Su mesa de trabajo era un modelo de orden: cada pincel en su soporte, cada pequeño frasco de pigmento alineado con pulcra simetría, los algodones y disolventes en recipientes etiquetados con su caligrafía perfecta. Sus movimientos eran deliberados, cada paso calculado, cada gesto preciso. Antes de tocar una pieza, su mente ya había trazado el mapa completo de la intervención, anticipando cada posible contingencia. Para ella, la restauración era una ciencia exacta, una danza meticulosa entre el arte y la química, donde la improvisación era la enemiga. La luz que utilizaba, filtrada y constante, estaba calibrada a la perfección para revelar los matices más sutiles de la obra sin alterar su percepción del color.
Tomás Oliveira, por el contrario, era el torbellino. No un torbellino destructivo, sino uno creativo, impredecible. Irrumpió en el laboratorio con una energía que Lucía interpretaba como caótica. Su proceso era orgánico, guiado por la intuición y la búsqueda de la luz perfecta. Podía aparecer en cualquier momento, moviendo una silla, ajustando una lámpara portátil para capturar un reflejo inusual, o incluso, para desesperación de Lucía, inclinándose sobre su hombro con la cámara lista para un primer plano inesperado de sus manos. Su voz, a menudo, rompía el silencio reverente con una observación entusiasta o una pregunta inesperada sobre el pigmento que estaba utilizando.
"¿Podrías mover un poco la lámpara, Lucía?", preguntó Tomás una mañana, su voz vibrante. "La luz desde este ángulo está creando una sombra fantástica en el rostro del arcángel. Es dramático."
Lucía, que estaba concentrada en aplicar una microgota de adhesivo en una minúscula fisura, casi soltó el bisturí. "Tomás, por favor. La luz está calibrada. Cualquier cambio altera mi percepción del color y podría dañar la pieza." Su tono era una mezcla de exasperación y una profesionalidad férrea.
"Pero es solo por un segundo, para una toma", insistió él, con una sonrisa que a Lucía le pareció de niño travieso. Sin esperar respuesta, se acercó y, con cuidado, movió la lámpara de Lucía unos centímetros.
Lucía suspiró, apretando los dientes. "¡Tomás! Me has descalibrado todo. Esto no es un set de fotografía de moda."
"Es un set de arte, Lucía. Y el arte es luz", replicó él, ya disparando su cámara. "Mira, ¿no crees que este claroscuro le da una nueva vida? Captura la intensidad de tu trabajo."
Sus diálogos estaban llenos de punzantes comentarios y réplicas ingeniosas, un juego verbal que, a pesar de las tensiones, les permitía conocerse. Lucía, a veces, se encontraba con ganas de responderle, de entrar en su juego.
"¿Siempre eres tan... omnipresente?", le espetó Lucía un día, cuando Tomás se materializó a su lado mientras examinaba una grieta con su lupa.
"Solo cuando el arte me llama", respondió Tomás, sin inmutarse, su mirada ya capturando un ángulo interesante. "Y créeme, tu arte, Lucía, es bastante ruidoso al llamar."
"Mi arte es silencioso y discreto, como debería ser", replicó ella, con una ceja arqueada.
"Ah, pero la magia reside en el proceso, ¿no crees? En el susurro de la creación. Y eso, mi querida restauradora, no se ve a menudo. Mi trabajo es dar voz a ese susurro, a esa discreción tan elocuente." Su voz tenía un matiz seductor que Lucía encontró molesto... y extrañamente atractivo.
A pesar de estas fricciones diarias, o quizás precisamente por ellas, pequeñas fisuras comenzaron a aparecer en la coraza de Lucía. Ella se sorprendía a sí misma riendo de algún comentario inesperado de Tomás, un chiste sobre el polvo milenario o una imitación hilarante de la voz de Almeida. Era una risa genuina, espontánea, que la dejaba perpleja. ¿Cómo era posible que aquel hombre, que tan a menudo la sacaba de quicio, lograra arrancarle una carcajada en el solemne ambiente del museo?
Y luego estaban esos momentos en que él se acercaba demasiado. No invadía su espacio personal de forma agresiva, pero su presencia era intensa. Cuando ajustaba un reflejo en la lupa que ella usaba, o cuando su mano rozaba accidentalmente la suya al pasarle una herramienta. Un extraño pulso, un temblor casi imperceptible, recorría la piel de Lucía. Era una sensación que la desconcertaba, una mezcla de nerviosismo y una electricidad que no lograba comprender. Se sentía expuesta, no solo a su lente, sino a su presencia. Intentaba ignorarlo, concentrarse en su trabajo, pero la conciencia de Tomás en el laboratorio, su energía, su risa ocasional, era como un telón de fondo constante en su mente.
Tomás, por su parte, no era ajeno a la tensión que creaba. Observaba a Lucía con una fascinación creciente. Su seriedad, su disciplina, la forma en que sus manos se movían con tanta destreza y delicadeza, le resultaban infinitamente atractivas. Le divertía su resistencia inicial, su intento de mantenerlo a raya, y se sentía intrigado por la vulnerabilidad que, a veces, asomaba en sus ojos cuando pensaba que no la estaba observando. Veía la belleza no solo en las obras que restauraba, sino en el proceso, y especialmente, en la mujer que lo llevaba a cabo. Intentaba capturar esa belleza en sus fotografías, buscando ángulos que revelaran no solo su técnica, sino también la pasión oculta bajo su fachada reservada.