La tarde se deslizaba con una lentitud casi reverencial en el laboratorio de restauración del Museo Nacional de Arte Antiguo. La luz de Lisboa, más suave y dorada a medida que el sol descendía, se filtraba a través de los amplios ventanales, bañando las obras de arte y las herramientas de Lucía con un resplandor cálido. Lucía estaba sumergida en la minuciosa tarea de eliminar las capas de barniz oxidado de un retablo gótico. Sus manos, protegidas por guantes de nitrilo, se movían con una precisión hipnótica, cada trazo del pequeño hisopo de algodón impregnado en disolvente revelando un fragmento más brillante del color original. El tiempo se disolvía para ella en ese estado de profunda concentración, donde solo existía la obra, la química y el delicado baile entre su habilidad y el paso de los siglos.
La quietud era casi palpable, rota solo por el suave susurro de los extractores de aire y, a veces, el clic distante de la cámara de Tomás. Él estaba en la esquina opuesta del taller, ajustando meticulosamente un nuevo objetivo. Su presencia se había vuelto una constante en la vida de Lucía, una especie de sombra vibrante que, a pesar de sus intentos por ignorarla, siempre estaba ahí. Los roces verbales se habían vuelto menos punzantes, más bien un juego de ingenio que, a su pesar, la divertía. Había momentos, cuando él no la observaba, en que Lucía se permitía mirarlo: la forma en que su cabello caía sobre su frente mientras se concentraba, la intensidad de su mirada a través del visor, la elegancia de sus movimientos. La incómoda atracción seguía ahí, un sutil zumbido bajo su piel, pero Lucía la reprimía con la misma tenacidad con la que eliminaba las impurezas del lienzo.
Un sonido agudo y discordante rompió la armonía del momento. Era el teléfono de Lucía, vibrando con insistencia sobre la mesa auxiliar. Se sobresaltó, la mano a punto de resbalar. Dejó el hisopo con cuidado y se quitó un guante, el ceño fruncido. Rara vez recibía llamadas personales durante su horario de trabajo, y menos aún de España. Un escalofrío helado le recorrió la espalda. El número en la pantalla no le era familiar, pero el prefijo sí. Era Madrid.
Tomás, que estaba en ese instante colocando el trípode para una toma general del retablo, percibió de inmediato el cambio en la atmósfera. La música silenciosa del trabajo de Lucía se había detenido. Observó cómo ella se llevaba el teléfono al oído, su rostro, un momento antes sereno y enfocado, se tensaba visiblemente. Una línea fina apareció entre sus cejas y sus labios se apretaron.
"¿Sí?", dijo Lucía, su voz baja y cautelosa. Escuchó, y a medida que la voz al otro lado de la línea continuaba, el color se drenó de su rostro. Sus ojos se abrieron ligeramente, la sorpresa y una punzada de miedo reflejándose en ellos. Su postura se encogió, como si intentara hacerse más pequeña, desaparecer. "No... no lo entiendo... ¿cómo...?", musitó, su voz volviéndose monótona, casi sin inflexiones, como si estuviera tratando de contener una emoción abrumadora. La mano que sostenía el teléfono comenzó a temblar imperceptiblemente.
Tomás observaba, la curiosidad profesional de su cámara reemplazada por una genuina preocupación. Era un fotógrafo, acostumbrado a capturar la verdad en los rostros, y la verdad en el de Lucía era ahora una mezcla de pánico y vulnerabilidad que no había visto antes. Sus ojos se posaron en las manos de ella, que ahora se aferraban al teléfono con una fuerza que blanqueaba sus nudillos. El ritmo de su respiración se aceleró, pero su voz permaneció extrañamente plana, casi inaudible.
"Ya veo...", dijo Lucía finalmente, después de un largo silencio en el que solo se escuchó el susurro de la voz al otro lado. "Sí... lo entiendo. Gracias." La palabra "gracias" sonó hueca, casi automática. Colgó el teléfono con un movimiento brusco, como si el aparato le quemara la mano, y lo dejó caer sobre la mesa con un ruido sordo. Se quedó de pie, inmóvil, con la mirada perdida en el retablo, pero sin verlo realmente.
Tomás, sintiendo una punzada de inquietud, dejó su cámara a un lado. Había algo en la rigidez de su espalda, en la forma en que sus hombros estaban tensos, que le decía que no era un simple problema familiar. Se acercó a ella con cautela, respetando el espacio que Lucía siempre marcaba tan cuidadosamente entre ellos.
"Lucía, ¿estás bien?", preguntó, su voz suave, desprovista de la habitual picardía. "Parece que has recibido malas noticias."
Ella se sobresaltó ligeramente al oír su voz, como si hubiera olvidado que no estaba sola. Se giró lentamente, sus ojos verdes opacados por una sombra que Tomás no supo descifrar. Intentó forzar una sonrisa, pero esta no llegó a sus ojos. "Sí, estoy bien", dijo, la voz todavía carente de emoción. "Solo... problemas familiares. Nada importante."
Su evasividad era casi palpable. La forma en que evitó su mirada, la rapidez con la que su expresión intentó cerrarse. Tomás, que leía las emociones en los rostros como otros leían libros, supo que estaba mintiendo. Esos no eran simplemente "problemas familiares". Había algo más profundo, algo oscuro que ella intentaba desesperadamente ocultar.
"Si necesitas algo... o hablar...", ofreció Tomás, extendiendo una mano en un gesto instintivo de apoyo, pero deteniéndola antes de tocarla.
Lucía retrocedió un paso casi imperceptible. "No, gracias, estoy bien", repitió, con más firmeza esta vez, un matiz de cierre en su tono. Se puso el guante de nuevo con una deliberación exagerada, como si la acción la anclara. "Solo necesito concentrarme en el trabajo. Es importante."
El mensaje era claro: no quería hablar de ello. Quería que la dejara en paz. Tomás sintió una punzada de preocupación. La vio retomar su trabajo, sus manos ahora visiblemente más temblorosas de lo que habían estado antes, el hisopo raspando el barniz con una prisa nerviosa. El brillo en sus ojos no había vuelto.