El aire en el laboratorio de restauración se había vuelto tan denso como el barniz endurecido de un siglo. Desde la misteriosa llamada de España, Lucía se había envuelto en una capa de frialdad casi impenetrable, trabajando con una furia silenciosa y negándose a reconocer la existencia de Tomás más allá de lo estrictamente profesional. Él, por su parte, sentía la necesidad urgente de romper esa barrera, de entender la sombra que la acechaba. Sabía que la verdad de Lucía no se encontraría entre las paredes pulcras y los protocolos rígidos del museo.
"Necesitas luz, Lucía," le dijo Tomás una tarde, sin esperar que ella levantara la mirada del lienzo. "No la luz artificial de aquí, sino la de fuera. La que no controlas."
Ella se detuvo, el bisturí suspendido a milímetros de la pintura. "Mi trabajo requiere precisión controlada, Tomás. La luz de fuera es impredecible."
"Exacto. Y tú estás tan controlada, tan increíblemente perfecta, que me temo que si te quedas mucho más tiempo aquí, te vas a petrificar. Ven. Te invito a una cerveza en el barrio que te está esperando."
La invitación era un desafío, no una súplica. Lucía dudó. Su lógica le gritaba que se quedara, que la inmersión total en el trabajo era su única defensa. Pero una voz más pequeña y secreta, la misma que había sentido la punzada de los celos el día anterior, le susurró que la curiosidad por el fotógrafo era más fuerte que su disciplina. Se quitó los guantes con un movimiento lento y deliberado, una pequeña rendición. "Solo un momento," concedió, sin mirarlo. "Pero nada de fotos."
Tomás sonrió. Había ganado una pequeña batalla. "Prometido. Hoy solo vemos con los ojos, y si acaso, con el alma."
Salieron del ambiente esterilizado del museo y se adentraron en el laberinto. Alfama, el barrio más antiguo de Lisboa, los recibió con un abrazo caótico y genuino. Descendieron por callejones empedrados y vertiginosos, tan estrechos que la ropa tendida en los balcones superiores casi rozaba sus cabezas. El sol, ya inclinado hacia el Tajo, teñía el aire de un color ocre vibrante que Tomás llamaba "la hora de los secretos".
El contraste con la vida de Lucía no podría ser mayor. Ella, metódica y reservada, acostumbrada al orden valenciano, se encontró rodeada por una explosión de vida. El olor a salitre del río se mezclaba dulcemente con el humo picante de la brasa, donde los sardinas se asaban en las esquinas. Escuchaba fragmentos de conversación en portugués y sentía la resonancia lejana de una guitarra de fado practicando una melodía triste.
"Aquí no puedes planificar," comentó Tomás, observando su rigidez. "Alfama te obliga a improvisar. Si miras el mapa, te pierdes. Tienes que sentir la pendiente y dejarte llevar."
Lucía sintió la verdad de sus palabras. Se dio cuenta de que, por primera vez en meses, su mente no estaba calculando pasos. Estaba reaccionando: esquivando a un gato perezoso, admirando los azulejos centenarios, y escuchando, realmente escuchando, la voz grave y melódica de Tomás. La atmósfera bohemia, ruidosa y sincera del barrio estaba desmantelando, ladrillo a ladrillo, las defensas que había construido.
Tomás la guio hasta un pequeño mirador escondido, un oasis de silencio entre la confusión, con una fuente de azulejos desgastados. Desde allí, la vista panorámica del estuario del Tajo y los tejados rojos de Lisboa se abría como una vasta promesa. El cielo, en ese momento, era de un azul irreal que se fundía en naranjas y carmesíes sobre el agua.
"Aquí," dijo Tomás, deteniéndose. "Aquí es donde Lisboa te habla, sin gritos. ¿Qué te dice?"
Lucía se quedó en silencio un momento, absorbiendo la belleza. La magnitud del paisaje la hacía sentirse pequeña, y por primera vez, su miedo parecía insignificante. "Dice... que no tengo que cargar con todo yo sola," susurró, la verdad saliendo sin permiso.
Tomás se apoyó en la barandilla de hierro forjado a su lado. No la presionó, solo esperó.
Fue Lucía quien rompió el silencio. Empezó a hablar de su familia en Valencia: de la disciplina estricta de su padre, un arquitecto famoso, de la expectativa de la perfección, de la carrera trazada desde la infancia. "Siempre tuve que ser la mejor, la más precisa. No se permitían errores. Mi vida era tan calculada como una fórmula química." Hizo una pausa, la voz cargada de una pesada resignación. "Por eso... por eso soy así. Por eso el desorden de tu arte me saca de quicio." Miró al río, la luz reflejándose en sus ojos. "Y por eso, cuando las cosas en Madrid se torcieron, no pude soportar el fracaso. Fui entrenada para el éxito absoluto. El error era una sentencia."
Tomás asintió lentamente. Su mirada era comprensiva, no curiosa. "Entiendo ese peso. Los portugueses tenemos el nuestro, la saudade." Hizo una pausa, y su voz se hizo más íntima, más grave. "Mi padre era marinero. Rara vez estaba en casa. Mi madre lo esperaba siempre, mirando al Tajo, con esa mezcla dulce y amarga de pena por la ausencia y amor por el recuerdo. Yo crecí con esa luz dorada, pero también con esa soledad. Mi cámara, Lucía, no es solo mi trabajo. Es mi manera de cazar la luz que mi padre me prometió que existía más allá del horizonte. Es mi forma de mantener viva esa conexión, ese hilo nostálgico."
Continuó, su mirada fija en el río. "Mi padre me enseñó que la vida, como el mar, es movimiento, y a veces, caos. Mi arte es improvisación porque la vida lo es. Si te aferras demasiado a la orilla, nunca vas a ver la tormenta desde lejos. La diferencia entre tú y yo, creo, es que tú buscas restaurar la perfección original, borrar la huella del tiempo; yo busco capturar esa huella, la belleza de la erosión."