Tras la pausa en Alfama, la atmósfera en el taller de restauración había cambiado, volviéndose más ligera, casi cómplice. Lucía no había bajado completamente la guardia, pero sus respuestas a Tomás eran menos cortantes, más parecidas a un diálogo que a una defensa. Se habían acostumbrado a la presencia mutua: él, al susurro concentrado de su trabajo, y ella, al clic rítmico de su cámara, que ahora le resultaba extrañamente reconfortante. Había una armonía silenciosa, una burbuja de entendimiento creada por las confidencias compartidas bajo el sol poniente.
Una mañana, Tomás estaba preparando la iluminación para una nueva serie de tomas macro de las pinceladas de Lucía. Ella trabajaba inclinada sobre la tabla, la lupa de joyero magnificando su enfoque en los pigmentos. Por un instante, levantó la mirada y lo observó. Tomás se movía con una gracia perezosa pero eficiente, su cabello castaño caía sobre su frente y su camiseta oscura acentuaba la curva musculosa de sus hombros mientras manipulaba los flashes. Lucía sintió un calor inesperado y ajeno a la atmósfera controlada del laboratorio. Rápidamente, se obligó a bajar la cabeza, avergonzada por el desvío de su atención. "Concéntrate, Lucía," se reprendió mentalmente. "Estás aquí por el arte, no por la luz de un fotógrafo."
La puerta del laboratorio se abrió con un sonido que, en ese espacio habitualmente silencioso, se sintió estruendoso. Tomás se enderezó con una sonrisa amplia y genuina. En el umbral apareció una mujer: Inês. Era alta, de cabello oscuro, corto y despeinado con un aire intencional. Llevaba ropa casual chic que Lucía identificó instantáneamente como "demasiado moderna" para un museo. Pero lo que más impactó a Lucía fue la seguridad con la que Inês ocupaba el espacio y, sobre todo, la absoluta familiaridad con la que se dirigió a Tomás.
"Oliveira, mi gran evasor," exclamó Inês, acercándose y dándole un abrazo fugaz pero efusivo, que Tomás correspondió con naturalidad. "Estás perdido en la restauración, ¿eh? Te he estado buscando, la galería necesita los detalles del nuevo proyecto."
Tomás rió, un sonido abierto que siempre desarmaba a Lucía. "Inês, llegas en el momento de la verdad. Estoy documentando la precisión absoluta. Mira a Lucía, ¿no es una maravilla?"
Inês se giró, su mirada rápida y evaluadora. "Ah, la restauradora española. Hola. Soy Inês. Y sí, Tomás no para de hablar de la 'luz' que encuentra en este taller." Su tono era amistoso, pero había un matiz en la forma en que pronunció la palabra 'luz' que a Lucía le hizo sentir que no se refería a la iluminación de los focos.
Lucía, siempre correcta, se puso de pie, secándose las manos. "Lucía Ferrer. Es un placer." Su voz sonó más seca de lo que pretendía.
Inês ni siquiera se molestó en disimular su interés exclusivo en Tomás. Se apoyó despreocupadamente contra una mesa de trabajo, ignorando casi por completo la presencia de Lucía. "He hablado con Miguel. Oporto está listo para la serie. Es la oportunidad que esperabas. Tendríamos que viajar juntos la próxima semana para los primeros esbozos. Sabes que mi ojo es el que mejor se complementa con tu enfoque."
La mención de "viajar juntos" y la cercanía evidente entre ellos activaron una alarma estridente y desagradable en el pecho de Lucía. Era una sensación física, un frío que se extendía desde el estómago hasta el pecho, y una tensión que le impedía relajar los músculos del cuello. De repente, el retablo dejó de ser su único foco.
Tomás, ajeno a la tormenta que se gestaba en el interior de Lucía, se entusiasmó con la idea de Oporto. "¡Oporto! Magnífico. Pero necesito terminar aquí primero, el director Almeida está encima."
"No seas dramático, te presto mi asistente dos días si es necesario," dijo Inês, tocando el brazo de Tomás y sonriendo. "Sabes que te necesito allí. ¿Recuerdas lo bien que trabajamos en la serie de Sintra? Tú pones la emoción, yo pongo la estructura. Somos el equilibrio perfecto."
Lucía sintió que esas palabras, "el equilibrio perfecto," le daban un golpe directo en la boca del estómago. Un pensamiento fugaz y venenoso cruzó su mente: ella es la espontaneidad que él ama. Ella no tiene un pasado que esconder. Ella sí encaja en su mundo.
Se retiró al rincón del taller, a su mesa de microscopio, fingiendo revisar una serie de muestras de pigmentos. La negación fue inmediata y feroz. No son celos. Es frustración profesional. Ella es una distracción ruidosa que interrumpe mi trabajo. Su frivolidad es lo que me molesta. Su falta de respeto por el proceso. Se aferró a esta racionalización como un náufrago a un tablón. Lucía Ferrer no se permitía sentir celos; esa era una emoción desordenada, irracional, y propia de la relación tóxica de la que había huido.
Mientras observaba a Tomás reír con Inês, notó la manera en que la colega de él lo miraba: con admiración abierta y una confianza total en su talento. La envidia profesional se mezcló con algo más primitivo. Recordó las palabras de Tomás en Alfama: "...la belleza de la erosión." ¿Era Inês la que le ofrecía la "luz sin sombra", y ella, Lucía, solo la "erosión" que inspiraba un proyecto temporal?
Finalmente, después de veinte minutos que a Lucía le parecieron una eternidad, Inês se despidió con otro abrazo casual y la promesa de enviar los billetes para Oporto. "Te veo pronto, meu querido Tomás. Y Lucía, mucha suerte con la paciencia," dijo, dándole una despedida cortés pero superficial a la restauradora.