El aire en el museo seguía cargado, denso como la niebla marina. Desde el enfrentamiento por Inês, Lucía había vuelto a su modo más austero, y Tomás se mantenía a una distancia respetuosa, limitando sus interacciones a indicaciones técnicas. Ambos trabajaban en un silencio roto solo por el raspar de los pinceles y los clics distantes de la cámara, cada uno atrapado en su propia frustración: ella, por haber reaccionado con tanta violencia; él, por no entender la fuente real de su miedo.
Una tarde, mientras recogía su equipo, Tomás se acercó a la puerta del laboratorio, donde Lucía pulía meticulosamente el marco de un panel.
"Sé que dije que no avisaría antes de respirar," comenzó Tomás, su voz suave, desprovista de burla. "Pero creo que necesitamos salir de aquí. Si nos quedamos, vamos a terminar peleando por la humedad relativa del ambiente."
Lucía levantó la vista. Esperaba una disculpa, una explicación. Encontró, en cambio, una invitación indirecta. "¿A dónde, Tomás? ¿A Oporto, con la señorita Inês?"
La ironía era punzante, pero él la ignoró. "No. A Mouraria. A escuchar fado. Mi exposición es sobre Lisboa, Lucía. Y el fado es la voz de esta ciudad. Si no lo entiendes, no entenderás nada de lo que estoy fotografiando." Hizo una pausa. "Y, a decir verdad, tú lo necesitas. Necesitas un lugar donde la saudade se pueda sentir sin que nadie te juzgue."
La palabra, saudade, dicha por él, resonó en ella. Era una invitación a la vulnerabilidad que no podía rechazar. Además, su orgullo se negaba a admitir que le había dolido la mención de Oporto. Si aceptaba, demostraría que no le importaba Inês y que podía ser tan cool y desapegada como cualquier otra artista.
"De acuerdo," asintió, volviendo a su trabajo con una actitud de indiferencia forzada. "Pero solo porque es parte de tu reportaje. Y si alguien menciona el pH de los pigmentos, juro que me voy."
Tomás sonrió con alivio. El fado, lo sabía, haría el resto.
Llegaron a una pequeña Casa de Fados en Mouraria, el barrio tradicionalmente ligado a la melancolía y la música. El lugar era estrecho, oscuro y acogedor, iluminado apenas por velas y lámparas de aceite que arrojaban sombras movedizas sobre las paredes encaladas. No había un escenario formal, solo un rincón donde la fadista y los guitarristas se sentarían a ras de suelo. El ambiente era de recogimiento, casi de capilla.
Se sentaron en una pequeña mesa de madera, bebiendo vino tinto que olía a tierra y sol. Por primera vez en días, el silencio entre ellos no fue tenso, sino contemplativo. Lucía, a pesar de su inicial reserva, se sintió envuelta por la calidez y la intimidad del lugar.
"Esto es distinto a lo que imaginaba," susurró Lucía, mirando a su alrededor. "Es... triste, pero no de una forma amarga."
"Es la saudade," explicó Tomás, con la voz baja. "Es la belleza de la pérdida, la conciencia de que algo hermoso se ha ido, pero el recuerdo te sostiene. No es amargura. Es melancolía aceptada. Es lo que nos hace portugueses."
El espectáculo comenzó. La fadista, una mujer madura con una voz poderosa y quebradiza, se puso de pie. La luz se atenuó aún más, dejando solo la intensidad del foco sobre ella y los músicos. La primera nota de la guitarra portuguesa, aguda y cristalina, cortó el aire. Luego, la voz.
El fado era una pura oleada de emoción. Hablaba de marineros que no regresan, de amores que se esfuman en la brisa, de la dureza de la vida en los callejones, de la soledad inevitable. La música era un lamento, pero tan honesto, tan visceral, que Lucía sintió que le raspaba el alma.
Lucía se había pasado la vida controlando sus emociones, enterrando sus errores bajo capas de perfección profesional. Pero aquí, en la oscuridad, rodeada de extraños que lloraban sin vergüenza por canciones de siglos de antigüedad, su propia pena empezó a aflorar. Recordó la humillación en Madrid, la traición de Javier, y el miedo paralizante a volver a confiar en alguien. El fado no le permitía ser fuerte; le exigía ser vulnerable.
Tomás, sentado justo al lado, no la miraba, sino que parecía absorber la música directamente, como si las letras fueran escritas para él y para su padre. Pero estaba consciente de ella. Sintió su respiración volverse superficial, la rigidez desaparecer de sus hombros. La intensidad de la música los había fundido en una sola órbita emocional.
Hubo una canción particular sobre un encuentro fugaz en la madrugada, un amor que fue tan breve como un sueño, pero cuya luz duraría una vida. Al final del verso, la fadista sostuvo una nota, vibrante y doliente, y en ese instante de silencio absoluto, los ojos de Tomás y Lucía se encontraron.
No fue la mirada rápida y fugaz del Mercado da Ribeira. Tampoco fue la mirada desafiante del laboratorio. Fue una mirada sin defensas, sin palabras, sin excusas profesionales. Una confesión silenciosa.
En sus ojos, Lucía vio el dolor genuino que le había causado el malentendido, la promesa de su lealtad, y un deseo profundo que no tenía nada que ver con la fotografía. Vio el mismo miedo que sentía ella, miedo a ser rechazado por la mujer compleja y herida que era.
En los ojos de Tomás, él vio la verdad de su saudade: la tristeza de una mujer que anhelaba la conexión y temía la cercanía. Vio la vulnerabilidad de Lucía sin el microscopio o el bisturí para protegerla.