La paz incómoda que había surgido tras la noche de fado se quebró con la llegada del director del museo, el Senhor Almeida, un hombre pulcro y severo con una aversión manifiesta a cualquier proceso que no pudiera cuantificar en términos de plazos y presupuestos.
El proyecto de restauración de la colección era de altísima visibilidad, y la presión sobre Lucía era inmensa. Ella había entrado en una fase crítica: la consolidación de las capas de pintura antes de la limpieza final. Era un trabajo invisible, un lento proceso de inyección de resinas y estabilización de microfisuras que, a simple vista, hacía que las obras parecieran estancadas, o incluso peor, ligeramente perturbadas. Para el ojo impaciente de un administrador, esto era un punto débil.
Tomás estaba en el extremo opuesto del laboratorio, inmóvil tras su lente, capturando la extrema concentración de Lucía, la forma en que su mano, firme y precisa, parecía respirar al compás del lienzo. La había estado fotografiando con un respeto casi reverencial, convencido de que la verdadera belleza de su arte residía en esa paciencia que él tanto admiraba y que él mismo no poseía.
La puerta se abrió sin previo aviso, revelando al director Almeida. Entró al laboratorio con la autoridad silenciosa de quien paga las cuentas, seguido por su asistente, cuya expresión reflejaba una mezcla de miedo e intriga. El aire, ya controlado, pareció volverse diez grados más frío.
"Dra. Ferrer," su voz era áspera, casi un reproche. "Hemos llegado a la fase de revisión trimestral, y debo admitir que mis informes internos son... desalentadores."
Lucía se enderezó, sintiendo cómo se le secaba la garganta. La voz de Almeida la transportó inmediatamente a las salas de juntas en Madrid donde su error había sido expuesto sin piedad. "Senhor Almeida, estoy en la fase de consolidación. Es la más lenta y la más crucial. Necesito estabilizar la base antes de..."
"Lo sé, lo sé," la interrumpió, agitando una mano con impaciencia. "Consolidación. Pero el consejo de administración quiere ver progreso. Lo que veo aquí," señaló un panel que Lucía había pasado tres semanas inyectando, "es una superficie que parece estar más apagada y, francamente, más dañada que cuando llegó. Me enviaron a una restauradora de élite de España, pero el cronograma está en riesgo y el resultado visible es cuestionable."
La acusación cayó sobre Lucía con el peso de su pasado. El pánico la hizo dudar. Almeida estaba apelando a su inseguridad más profunda: el miedo a fallar públicamente.
"Le aseguro que el proceso es irreversiblemente necesario," intentó explicar Lucía, su voz perdiendo firmeza. "Si acelero, la capa pictórica se puede fracturar. Esto no es un trabajo para televisión; es ciencia. La paciencia es parte de la..."
"La paciencia es un lujo que no podemos permitirnos," espetó Almeida. "Tenemos a coleccionistas y a la prensa esperando ver el brillo, el retorno del esplendor original. Esto," señaló la obra con un dedo despectivo, "parece un trabajo inconcluso. Recibimos una llamada anónima desde Madrid, preguntando sobre sus credenciales y un supuesto incidente profesional. Si el resultado visible sigue siendo este, debo considerar seriamente suspender el proyecto y buscar un equipo alternativo que pueda trabajar bajo plazos más realistas. Tómelo como una advertencia. Si en quince días no veo resultados tangibles, se acabó."
El golpe fue devastador. La mención de Madrid, la filtración de su escándalo, la amenaza de cancelación, todo se fusionó en una oleada de náuseas. Se quedó paralizada, incapaz de articular una defensa más allá de la jerga técnica. El miedo a la cancelación era tan fuerte como el miedo a que Tomás la viera desmoronarse.
Tomás, que había sido un observador silencioso hasta ese momento, bajó la cámara del trípode. Había escuchado el ataque, percibiendo la crueldad táctica de Almeida y el pánico que atenazaba a Lucía. Cruzó el laboratorio con pasos firmes, interponiéndose ligeramente entre el director y la restauradora.
"Senhor Almeida," intervino Tomás, su voz tranquila pero firme, con un tono que no admitía réplica. Él no se dirigió a la restauración, sino a la fotografía. "Permítame diferir. Lo que usted ve como 'trabajo inconcluso' es, fotográficamente hablando, la prueba irrefutable de la integridad de la Dra. Ferrer."
Almeida lo miró con desdén. "¿Integridad? ¿Y usted quién es? El artista que va a vender las fotos, ¿no?"
"Soy el documentalista de este proceso, y por lo tanto, la persona que debe dar fe de su verdad," replicó Tomás, manteniendo el contacto visual. "Usted busca el brillo de un resultado final, Almeida, la luz superficial que se vende en los catálogos. Pero Lucía está trabajando en la luz profunda, en la estructura. Lo que usted llama 'daño' o 'trabajo apagado', yo lo llamo honestidad científica."
Se acercó a la mesa y tomó una de sus fotografías de acercamiento, una toma en blanco y negro del área de consolidación que había provocado la queja de Almeida. La colocó frente al director.
"Mire esto," instruyó Tomás. "Esta fotografía no miente. La doctora Ferrer no está ocultando el proceso con capas de pintura estética; está mostrando la herida del lienzo para sanarla. El hecho de que la obra se vea 'inconclusa' es la prueba de su ética: ella no antepone el plazo a la permanencia. Si ella hubiese querido 'resultados tangibles' para usted, ya habría aplicado un retoque superficial que parecería progreso, pero habría condenado la obra en diez años."