La defensa de Tomás ante el director Almeida había sido más que un acto de lealtad; fue un espejo donde Lucía vio reflejada su propia valía, una valía que creía haber dejado en pedazos en Madrid. El miedo se había retirado, dejando un vacío que solo podía llenarse con la verdad. Ya no podía huir de él, ni de la intensidad que había crecido entre ellos desde la noche del fado.
Esa noche, se encontraron no en un bar, sino en un pequeño jardín escondido en el Bairro Alto, un oasis de silencio a pesar de los bares ruidosos que lo rodeaban. La luz de Lisboa, filtrada por las farolas de gas y las hojas de los árboles centenarios, era suave, perfecta para una confesión.
Tomás no presionó. Se limitó a llenar las copas de un tinto áspero y esperar, sus ojos pacientes y libres de juicio.
Lucía bebió un trago largo, sintiendo el valor crecer en su pecho. “Almeida tenía razón al decir que mis credenciales fueron cuestionadas,” comenzó, su voz apenas un hilo. “Lo que no sabe es la historia completa. Huí de España por dos razones, Tomás. Ambas están entrelazadas con el miedo a ser una fraude.”
Hizo una pausa, organizando el relato que llevaba meses guardado bajo llave. “La primera es Javier. Era mi prometido. Trabajaba en el mismo círculo, también en conservación. Era brillante, pero… muy competitivo. Nuestra relación falló porque él nunca pudo aceptar que yo era mejor en mi campo. Se convirtió en algo tóxico, celoso hasta la enfermedad.”
Tomás asintió, sus ojos oscuros y atentos. Él ya había olido la podredumbre de ese pasado.
“Y la segunda… fue el escándalo profesional,” continuó Lucía, la palabra sonando a ceniza en su boca. “Estaba a cargo de la restauración de una tabla gótica muy importante. Era un proyecto enorme y de mucha presión. Javier, que estaba en el equipo de gestión, me presionó para acortar el tiempo de secado de un material de consolidación para cumplir con un plazo irreal. Yo, estúpidamente, y por complacerlo, cedí un poco. Un error de cálculo minúsculo, una negligencia que él aprovechó.”
Respiró hondo, las lágrimas luchando por salir. “Cuando el error se hizo visible —una ligera alteración en la capa superficial que, aunque subsanable, era imperdonable— Javier no me defendió. Usó mi error, y el de la relación, para hundirme. No solo me dejó, sino que filtró información a la prensa y a la junta del museo, magnificando la falla hasta convertirla en un desastre de reputación. Me acusó de poner en riesgo una obra maestra por mi impaciencia y mi desorden. Perdí la posición, perdí mi nombre. Él se presentó como la víctima, el profesional que había destapado la corrupción.”
Lucía terminó el relato con un temblor en los hombros. “Esa es la verdad. Soy la restauradora que huyó de un escándalo. Por eso soy tan metódica, tan rígida. El desorden casi me destruye, Tomás. Por eso cuando me miras con tu cámara, siento que vas a encontrar la imperfección, el fallo que Javier expuso.”
Tomás se inclinó sobre la mesa, su mano rozando la de ella, esta vez sin el titubeo de la noche del fado.
“Escúchame bien, Lucía Ferrer,” dijo, su voz profunda y resonante. “Javier es un cobarde. Un hombre que se construye sobre la destrucción de los demás no es un profesional; es una sombra. Tú cometiste un error, un error humano, por amor, o por lealtad equivocada, que es igual de noble y estúpido. Pero huiste no de tu arte, sino de la maldad de un hombre pequeño.”
Sostuvo su mirada con una intensidad arrolladora. “Yo no busco la imperfección. Yo busco la verdad, y mi cámara nunca miente. Yo te defendí porque lo que vi en Almeida es lo mismo que vi en ese Javier: la incapacidad de ver la luz profunda. Tú no eres impaciente; eres una mujer que, a pesar de todo, se levantó, vino a un país nuevo y se puso a trabajar en las obras más delicadas de Portugal. Eres la persona más valiente que he conocido. Y si Almeida te quiere hacer daño, o si Javier te llama, te juro que vamos a enfrentarlos. Juntos.”
Su confesión, aligerada de su peso secreto, permitió a Lucía respirar por primera vez desde que llegó a Lisboa. La conexión se profundizó, convirtiéndose en un lazo de acero forjado en la confianza y el apoyo mutuo. Se despidieron con un abrazo que era más una promesa, una confirmación de que sus almas se habían encontrado.