Dos días después, la atmósfera en Lisboa era pesada, anunciando el final del verano con una humedad sofocante. Tomás y Lucía se quedaron hasta tarde en el laboratorio, revisando la iluminación para una compleja toma que documentaría un pequeño fragmento de oro hallado bajo las capas de suciedad.
Habían trabajado en una armonía casi perfecta, la tensión sexual subsumida por el respeto profesional. Pero la energía eléctrica entre ellos, liberada por la confesión y sellada por la defensa de Tomás, era innegable.
De repente, el cielo se rompió. No fue una lluvia suave; fue un diluvio torrencial, un aguacero furioso que golpeó las viejas ventanas del museo con la fuerza de guijarros. Un trueno cercano hizo vibrar los cimientos del edificio.
“Parece que el Tajo se ha levantado y ha venido a vernos,” bromeó Tomás, pero su voz sonó un poco tensa.
En ese momento, la luz principal del museo parpadeó y se extinguió. Se quedaron sumidos en una penumbra inquietante, iluminados solo por la débil luz de emergencia que delineaba los contornos de las obras de arte como fantasmas.
“Maldición,” susurró Lucía, su corazón acelerándose. La oscuridad, combinada con la violencia del trueno, disparó un pánico atávico.
“Tranquila. Es solo una tormenta de verano,” dijo Tomás, acercándose rápidamente. “Necesito mover ese panel, la humedad podría afectarlo si el control de clima falla.”
Corrieron juntos hacia la tabla recién consolidada. La cercanía en la oscuridad era abrumadora. Sus movimientos estaban sincronizados, sus manos rozándose repetidamente mientras sostenían el pesado marco. El olor a ozono, el vino, y el perfume limpio de Lucía llenaron el espacio confinado.
Justo cuando aseguraban el panel, otro relámpago iluminó el laboratorio con una luz azul cegadora. El trueno que siguió fue inmediato, un rugido aterrador que sacudió las ventanas.
Lucía lanzó un pequeño grito ahogado y se encogió, sus manos buscando apoyo. Instintivamente, sus manos se aferraron al pecho de Tomás.
Él la sostuvo al instante, sus brazos fuertes y protectores. “Aquí estoy, Lucía. Estoy aquí. Ya pasó,” susurró contra su cabello.
En el abrazo, la formalidad y la profesionalidad desaparecieron por completo. Ella sintió la fuerza de su cuerpo, el latido rápido de su corazón, y la absoluta seguridad que él representaba frente a su pánico. Él sintió la fragilidad de su cuerpo contra el suyo, la vulnerabilidad que ella había tratado tan desesperadamente de ocultar bajo el disfraz de la perfección.
Tomás no se movió, dándole tiempo. Cuando ella comenzó a retirarse, él la detuvo, sus manos subiendo suavemente para enmarcar su rostro.
“No huyas ahora,” le suplicó él, con la voz grave, ronca de deseo y verdad. “Ya no tienes que huir de mí.”
El recuerdo de Javier, el miedo al fracaso, la rigidez, todo se disolvió bajo el tacto firme de Tomás. Lucía levantó la vista. En la penumbra, sus ojos eran dos pozos oscuros llenos de deseo reprimido.
Y entonces, sucedió.
Tomás acercó su boca a la de ella. El beso no fue robado por la sorpresa, sino por la irresistible necesidad que había estado cociéndose a fuego lento durante semanas. Fue un beso urgente, liberador, que supo a vino, a salitre y a la promesa de un futuro sin miedo. El mundo exterior dejó de existir. Ya no estaban en el museo bajo una amenaza de cancelación; estaban en un mundo nuevo, donde la única regla era el ritmo de sus corazones.
Tomás profundizó el beso, sus labios pidiendo una respuesta que ella le dio sin reservas, sus manos subiendo para enredarse en su cabello. Era la confirmación física de que la confesión había sido real, que su defensa había sido sincera, y que la saudade de sus almas gemelas había encontrado finalmente su puerto seguro.
Cuando el beso terminó, no fue por miedo, sino por la necesidad de respirar. Lucía abrió los ojos, sus pupilas dilatadas. El laboratorio se sentía silencioso de nuevo, solo la lluvia implacable fuera.
“Tomás,” murmuró ella, sin aliento.
“Lo sé,” respondió él, su frente pegada a la de ella, sus manos todavía sosteniendo el peso de su cabeza. “Esto es lo que siento por ti, Lucía. Y ahora, no hay marcha atrás.”
Ella no lo negó. La tormenta había amainado, y en lugar del miedo, solo había una certeza abrumadora. Pero en ese momento de éxtasis, la oscuridad en la esquina del laboratorio parecía haberse condensado. La paz fue efímera, la calma antes de que la tormenta real, la humana, golpeara a la puerta.