Entre las luces de Lisboa

Capítulo 15: Reflexión y Crecimiento

​Mientras Lucía volaba sobre el Atlántico de regreso a Madrid, sentía un alivio químico por la distancia, pero una punzada aguda de pérdida por la decisión. Al llegar a su viejo apartamento, vacío y lleno de ecos de Javier, se sintió más sola que nunca. Lisboa había sido luz; Madrid era una oscuridad conocida.

​En la capital española, Lucía se encontró con el fantasma de su fracaso. Se obligó a enfrentar los hechos. Fue al museo donde había trabajado y habló con viejos colegas, investigando la verdad sobre la filtración. Descubrió que Javier no solo había magnificado su error, sino que también había manipulado documentos para asegurarse de que el fallo recayera únicamente en ella. Su huida a Lisboa había sido interpretada, tal como Tomás temía, como una admisión de culpabilidad.

​Un día, sentada en un café, leyó la crítica de una exposición de Inês en un periódico de arte. La crítica la elogiaba por su talento para capturar la belleza efímera de la costa atlántica. De repente, la frase que había provocado la ruptura brilló con una nueva luz. Inês no había estado hablando de Tomás; estaba hablando de su propio trabajo. Lucía se dio cuenta de lo injusta y ciega que había sido su paranoia. Había proyectado a Javier en Tomás, destruyendo la única cosa real y segura que había encontrado.

​Mientras tanto, en Lisboa, Tomás se enfrentó a la saudade más profunda que jamás había sentido. Lisboa sin Lucía era como un negativo sin revelar.

​Decidió que la única forma de purgar su dolor y recuperar su luz era transformar la experiencia en arte. Se dedicó a fotografiar los lugares donde habían estado juntos: el mirador de Alfama, el taller del museo ahora vacío, la mesa del Fado. Pero ahora su objetivo no era la belleza superficial, sino la ausencia.

​Sus nuevas fotografías eran poderosas: tomas del laboratorio donde el haz de luz caía sobre la silla vacía de Lucía, el rincón donde se besaron, ahora sumido en la sombra. Se dio cuenta de que la luz más importante no era la que él perseguía en el mundo, sino la que ella irradiaba. Él había sido un fotógrafo de la luz de Lisboa; ella lo había convertido en un fotógrafo del alma.

​Al revisar las miles de tomas que le había hecho a Lucía, se percató de que la única manera de recuperar su propia honestidad artística era enfrentando la verdad de sus sentimientos. El amor por Lucía no era efímero; era la permanencia que ella anhelaba, y él lo había estado sintiendo desde el primer tropiezo en el mercado.

​Tomás comprendió que su mayor fracaso no fue no poder detenerla, sino no haberle dado la prueba tangible de su amor y su permanencia. Se dio cuenta de que tenía que ir a Madrid. No solo para recuperarla, sino para salvarla de la sombra de Javier y demostrarle que su amor era real, permanente, y digno de ser exhibido.

​Tomás llamó a Almeida, no para discutir, sino para negociar con una nueva convicción. “Director, necesito ir a Madrid de inmediato. No es un viaje personal, es esencial para la exposición. Lucía está a punto de enfrentar al hombre que la desprestigió. Si puedo capturar esa lucha y su redención, mi reportaje se convertirá en la historia más poderosa sobre arte y resiliencia que jamás ha patrocinado el museo. Déjeme ir. Déjeme traer de vuelta la verdad de la restauradora que usted casi pierde.”

​Almeida, oliendo la posibilidad de un drama mediático de gran valor artístico, cedió a regañadientes.

​Mientras tanto, Lucía, ahora en Madrid, recibió un mensaje anónimo con un archivo adjunto. Era una de las fotos de Tomás: una imagen en blanco y negro del hueco en la mesa de restauración donde ella trabajaba, con el fondo desenfocado y el mensaje: “Falta la luz. Regresa a tu obra, Lucía. Regresa a mí.”

​Ella rompió a llorar, no de tristeza, sino de la liberación de saber que no estaba sola. La huida había terminado. La lucha comenzaba, y no tenía que librarla sola. El camino de Tomás hacia Madrid estaba sellado.




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