Entre las luces de Lisboa

Capítulo 17: Declaración en el Prado

​Tomás no era un hombre de medias tintas. Si Lucía necesitaba una prueba de permanencia, él se la daría en el escenario más público y significativo de Madrid: el Museo Nacional del Prado. El lugar era el pináculo del arte que ella amaba y representaba la integridad que Javier había intentado robarle.

​Tomás usó sus contactos en la prensa y con el director Almeida (quien, sorprendentemente, vio el potencial mediático) para organizar una pequeña y discreta rueda de prensa dentro de una de las salas más importantes del Prado, justo frente al majestuoso lienzo de "Las Meninas" de Velázquez. La excusa oficial era presentar la próxima colaboración fotográfica con el Museo Nacional de Arte Antiguo de Lisboa.

​Lucía, nerviosa y confundida, asistió bajo la promesa de que solo hablarían de los aspectos técnicos del proyecto. En la sala, entre el zumbido de los periodistas y el solemne silencio de las obras maestras, el director de comunicaciones del Prado comenzó la presentación.

​Tomás, impecable con su traje de lino, se puso de pie junto a un atril. Proyectó una imagen en la pantalla: no era una obra lisboeta, sino una fotografía de detalle de una pequeña tabla restaurada en el Prado, una que Lucía había trabajado justo antes de su escándalo, y que era un símbolo de su impecable habilidad.

​“Esta imagen,” comenzó Tomás, su voz resonando en la sala, “es la prueba del arte que se hace en las sombras, la restauración. La belleza no está solo en el lienzo; está en la mano que lo salva. Y la mano que salvó esta pieza, y muchas más, es la de Lucía Ferrer.”

​Luego, proyectó la famosa foto que había tomado de Lucía en el Mercado da Ribeira, el día que se conocieron.

​“Cuando conocí a Lucía, la vi como el rayo de luz más desafiante de Lisboa: brillante, pero escondido tras una densa nube de miedo. Ella había huido a mi ciudad por una traición y un chantaje orquestado por un hombre que intentó destruir su carrera.”

​Tomás miró directamente a Lucía, que estaba pálida en la primera fila.

​“Ese hombre, Javier, vendió una mentira. Pero la verdad es que Lucía es la restauradora más talentosa que conozco. Su trabajo es de una precisión y una integridad inigualables, y cualquier institución que dude de ella solo revela su propia ceguera. Yo vine a Madrid con dos cámaras: una para su trabajo y otra para la verdad.”

​En ese momento, Tomás bajó la mirada de los periodistas y se centró solo en Lucía. Sacó de su bolsillo la caja de música que ella había dejado en el laboratorio. La abrió. El valse nostálgico llenó el silencio de la sala.

​“Lucía, tú me dijiste que necesitabas permanencia. Que yo era solo un hombre de ‘belleza efímera’ que buscaba la siguiente toma,” continuó Tomás, su voz cargada de una emoción que era imposible fingir. “Me preguntaste si eras la obra que voy a archivar. Y mi respuesta está aquí.”

​Tomás se acercó a ella, sin importarle la presencia de los directores o la prensa. Se arrodilló, no con un anillo, sino con la caja de música abierta.

​“El amor es el arte de la permanencia, Lucía. Es restaurar lo que el tiempo y la maldad han roto, y comprometerse a protegerlo para siempre. Si me permites, quiero ser el restaurador de tu corazón. Quiero que seamos la única obra que terminemos y protejamos por el resto de nuestras vidas.”

​Y entonces, con la solemnidad de la obra de Velázquez como testigo, hizo su declaración:

​“No te pido que regreses a Lisboa. Te pido que te quedes conmigo, donde sea que estemos. Cásate conmigo, Lucía. Seamos permanentes.”

​Lucía, con las lágrimas recorriendo su rostro, sintió que el mundo se detenía. La declaración de Tomás no era solo una prueba de su amor, sino una reparación pública de su honor profesional. Al arrodillarse, él había desmantelado la narrativa de Javier. Ella lo había acusado de egoísmo, y él había respondido con un sacrificio absoluto. El miedo se evaporó; solo quedó la certeza abrumadora.

​Tomás esperó, inmutable, bajo la luz del Prado. Lucía sonrió, una sonrisa radiante y libre de dolor.

​“Sí, Tomás,” susurró ella, el "sí" resonando más fuerte que cualquier palabra dicha por la prensa. “Sí, seremos permanentes.”

​El aplauso de los periodistas, sorprendidos por el giro dramático, llenó la sala. Lucía se levantó y se lanzó a los brazos de Tomás, sellando la promesa con un beso en el templo del arte, finalmente libre de su pasado. El capítulo de la huida había terminado.




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