La noche de la inauguración de la exposición “A Luz na Permanência” se sentía como el punto final de una restauración compleja y emocional. Lucía, vestida con una elegancia reservada que contrastaba con la camisa de lino abierta de Tomás, observaba la marea de gente en la sala principal del Museo Nacional de Arte Antiguo. La luz dorada que una vez la había recibido en Lisboa como una forastera, ahora la envolvía como una celebridad.
La exposición era una obra de arte en sí misma, una sinfonía de contrastes. El director Almeida, en un giro pragmático pero brillante, había dispuesto las obras de arte restauradas por Lucía de tal manera que cada pieza dialogaba directamente con una fotografía de Tomás.
Frente a la tabla gótica que casi la había destruido —ahora impecable, con sus colores originales vibrando—, se encontraba una toma de Tomás: una luz intensa capturada a través de una persiana rota en Alfama. El pie de foto no hablaba de geografía, sino de la paciencia y el poder de revelar lo que estaba oculto bajo capas de tiempo y daño. Era la metáfora perfecta de la restauración, tanto artística como personal.
“Míralos,” susurró Tomás al oído de Lucía, abrazándola por detrás. “Creen que están viendo arte, pero nos están viendo a nosotros. Esta es nuestra historia encapsulada en la luz y la permanencia.”
Lucía asintió, sintiendo el calor conocido y tranquilizador de su cuerpo. La gente se detenía, no solo por la belleza de las piezas restauradas, sino por la crudeza emocional que Tomás había capturado en sus retratos de Lisboa, y en especial, en los de ella.
Había una secuencia de fotografías dedicada a Lucía: la primera, la toma robada en el Mercado da Ribeira, la que había capturado la chispa inicial; luego, una de sus manos meticulosas trabajando sobre un lienzo (la paciencia); y, finalmente, un retrato de ella riendo a carcajadas bajo la lluvia, libre, en el día del beso robado. El título de esta última era simple: “A Minha Estabilidade” (Mi Estabilidad).
“Lograste lo imposible, Tomás,” comentó Lucía, sintiendo un nudo en la garganta. “Me obligaste a salir de la sombra y me mostraste que la luz puede ser tan permanente como el arte más antiguo.”
“Y tú me enseñaste que la luz, por muy bella que sea, necesita un marco sólido para brillar,” respondió él, dándole un beso en la sien. “Me hiciste querer dejar de vagar, Lucía. Eres mi ancla en el Tajo.”
La gente, ajena a su íntimo intercambio, seguía murmurando con admiración. Los críticos de arte estaban entusiasmados. El contraste entre la técnica metódica y reservada de Lucía y la expansión vital y libre de Tomás había generado una conversación fascinante sobre la colaboración en el arte moderno. La directora de la galería de Lisboa que antes había criticado a Tomás ahora lo felicitaba con efusividad. Incluso Almeida sonreía, satisfecho con el éxito mediático.
Se hicieron a un lado cuando el director tomó el micrófono, su voz amplificada resonando en la sala.
“Señoras y señores, esta noche celebramos más que arte; celebramos el coraje,” proclamó Almeida. “Celebramos el coraje de nuestra restauradora, Lucía Ferrer, quien no solo salvó piezas invaluables, sino que defendió su integridad profesional contra grandes adversidades. Y celebramos la pasión de Tomás Oliveira, quien nos ha recordado que la luz es el primer elemento de la verdad.”
Almeida levantó su copa y añadió con una sonrisa cómplice: “Que este sea el inicio de una larga y fructífera colaboración entre la restauradora y el fotógrafo, dentro y fuera de estas paredes.”
El brindis fue estruendoso. Lucía y Tomás chocaron sus copas, sus ojos brillando con promesas tácitas. Pero el verdadero momento de la culminación llegó después, cuando se escabulleron de la multitud.
Se dirigieron al exterior, hacia una pequeña terraza que daba a los tejados de Lisboa y al río Tajo. Era la misma vista que Lucía había tenido desde su primer apartamento, pero esta vez, la vista no era un recordatorio de su soledad, sino el telón de fondo de su futuro compartido. La noche estaba inusualmente clara, y las farolas de la ciudad proyectaban un suave resplandor ámbar sobre el laberinto de Alfama.
Tomás se recostó contra la barandilla, sacando de su bolsillo la pequeña caja de música que había usado en su declaración en el Prado.
“¿Te acuerdas de lo que te pregunté en Madrid?” susurró él, el sonido de la melodía apenas audible sobre el murmullo distante de la ciudad.
“Me preguntaste si seríamos permanentes,” respondió Lucía, la memoria de su miedo y su redención llenando sus ojos.
“Y tú dijiste que sí, pero fue en el Prado, con cien personas mirando y sin el escenario que mereces,” dijo Tomás. Abrió la caja. El metal pulido, una vez rayado, ahora brillaba, restaurado con el mismo cuidado que Lucía aplicaba a sus lienzos. “Lo restauré. Lo pulí. Es un símbolo de lo que hacemos juntos: no tirar lo dañado, sino hacerlo más fuerte.”
Tomás, con la vista de la ciudad que los había unido y el Tajo que los había visto luchar, se puso de rodillas de nuevo, esta vez sin cámaras ni periodistas.
“Lucía Ferrer, mi permanencia, mi ancla, mi luz más hermosa. Volvamos a la pregunta, en nuestra ciudad, bajo nuestra luz. ¿Quieres que restauremos esta vida juntos, para siempre?”