Milán, Italia.
Ensimismada, Fadia observaba al hombre que ocupaba la portada de la revista; aquel era el espécimen más guapo que ella había visto en su vida. Su atractivo y la seguridad que emanaba de él lo convertían en el hombre perfecto. Mientras más contemplaba su foto, más se acrecentaba su deseo de conocerlo.
Sus profundos ojos verdes la tenían hipnotizada, llevaba media hora admirando su perfección sin parpadear.
«Me pregunto qué tipo de mujer es la que le gusta». Una vez que el pensamiento cruzó por su mente, su frágil corazón se empezó a agitar.
―Calma, amigo.
Si no lograba tranquilizarse, terminaría desmayándose. Molesta, lanzó la revista a un lado; estaba cansada de vivir. Cada día que pasaba era una tortura para ella; las paredes de su elegante habitación eran su prisión. Su mala salud era su carcelera; si no encontraban un corazón pronto, su deprimente vida se apagaría por completo. Su último chequeo médico no había sido para nada alentador; su doctor le anunció a sus padres que, si no recibía el trasplante en los siguientes tres meses, perdería la batalla contra la muerte.
Voy a morir, pensó con resignación. Llevaban años esperando un milagro que aún no había ocurrido; era momento de dejar de engañarse y aceptar su destino. Lamentaba el dolor que su partida le causaría a su familia, pero era lo mejor. Cada vez que veía los rostros de sus padres y hermanos, podía ver sus miradas cargadas de lástima y tristeza. Mientras su vida se apagaba, su familia sufría a su lado en silencio.
No podía seguir viviendo de la misma manera, antes de que la muerte viniera por ella. Viviría sus últimos días como siempre había querido.
―Es hora de dejar mis miedos a un lado y vivir el tiempo que me queda al máximo. ―Con ese pensamiento en mente salió de su habitación.
Dejaría de esconderse y exploraría el mundo; ya no seguiría desperdiciando su tiempo compadeciéndose de sí misma.
―Cariño, ¿por qué saliste de tu habitación? Si deseas algo, debiste llamar a alguna de las empleadas. Vamos, regresemos ―declaró su madre al notar que tenía la respiración agitada.
―No pienso volver a la habitación, madre; si estoy aquí es porque deseo hablar con ustedes. ―Aunque sentía su cuerpo pesado, no pensaba retroceder. Caminar era como estar en el infierno para ella.
Su madre miró a su padre en busca de ayuda; sin embargo, en esa ocasión su progenitor decidió ponerse de su parte. Un gesto que ella agradeció enormemente.
―Escuchemos lo que nuestra princesa tiene que decir.
Ramazan agarró a su hija del brazo y la ayudó a sentarse en el sofá. El gesto de su padre la hizo sentir como una inútil; detestaba ser tan vulnerable.
―¿Qué es eso tan importante que quieres decirnos? ―preguntó su madre con resignación.
Era evidente que a su madre no le gustaba que hubiera salido sola de su habitación. Si fuera por ella, la mantendría en una burbuja de cristal por la eternidad. Aunque entendía la sobreprotección de su familia, no dejaba de ser molesto. A sus veintisiete años no existía nada que hubiera hecho por sí misma. Toda su vida había dependido de los demás y, antes de morir, quería cambiar eso.
―He decidido que me iré de viaje. ―Después de pensarlo por largo tiempo, tomó la decisión de vivir una aventura.
―¡Qué has dicho! ―exclamó su hermana, escupiendo la bebida que acababa de tomar.
Una vez que el cerebro de su madre procesó sus palabras un rotundo no salió de su boca, por otro lado su padre le preguntaba si estaba bromeando, mientras su hermano mayor la observaba con interés.
―Eso no va a suceder, tú permanecerás en tu habitación como siempre.
Las palabras de su madre la hicieron perder el control; ella ya no era una niña, era una adulta y tenía el derecho de tomar sus propias decisiones.
―Madre, no les estoy pidiendo permiso, he decidido irme de viaje y eso es justo lo que haré.
―Tú no saldrás de esta casa.
Molesta, se puso en pie de un salto; la acción la hizo perder el equilibrio. Por suerte, su hermano estaba a su lado y la sostuvo del brazo, ayudándole a mantenerse en pie.
―Ya no soy una niña ―gritó, dejando a todos estupefactos. ―Antes de morir quiero salir de mi prisión; estoy cansada de que me traten como si fuera una niña que no entiende nada. Comprendo que estén preocupados por mí, pero acabo de decidir que tomaré las riendas de lo que me queda de vida.
Su corazón le estaba latiendo tan fuerte que estaba empezando a dolerle. No podía desmayarse; si perdía el conocimiento, su familia la confinaría en su habitación para evitar que escapara.
―No digas…
―Detente, madre. ―Dabir cortó su réplica―. Mi hermana tiene derecho a decidir lo que desea hacer con su vida, así que si desea irse de viaje, propongo que se vaya a Florencia.
El rostro de Fadia se iluminó con una sonrisa; su hermano nunca la había tratado como alguien indefenso, por ello de niños se ganaba ser castigado por sus padres.
―Gracias ―susurró.
―Pídele a una de las empleadas que arregle tu equipaje.