José todavía recordaba las noches en las que se fugaba de su casa, con la ayuda de su primo Héctor, para visitar una de las tabernas más desprestigiadas de todo Buenos Aires. Se encontraba cerca del puerto, en la zona sur de la ciudad, y tenía mala fama por el tipo de personas que solían visitarla.
José había escuchado a sus padres, unos burgueses llegados del noroeste de España, hablar muy mal de aquellas personas. Vagos, delincuentes, rufianes, eran algunas de las muchas descripciones que su padre solía gritar cada vez que afloraba el tema con respecto a las tabernas que había cerca del puerto.
Y durante muchos años, José había vivido con aquella imagen en su cabeza.
Cuando era chico, solía imaginar esos lugares oscuros y lúgubres. Repleto de hombres borrachos con dagas o pistolas, dispuestos a matarlo si sospechaban que llevaba dinero u objetos de valor. Pensaba que, en cuanto ingresara, las prostitutas se abalanzarían sobre él para persuadirlo y sacar su tajada de la noche.
Pero cuando su primo Héctor lo invitó a visitar aquella taberna, fue esa misma curiosidad la que lo llevó a aceptar.
Fue una noche de primavera que José se escabulló de su habitación, en una vasta casona del norte de Buenos Aires, y luego de correr varios kilómetros, se encontró con su primo a caballo. Juntos montaron por media hora hasta llegar al puerto y tardaron otros diez minutos en alcanzar la parte sur.
Allí conoció a Angélica, una mujer alta y voluptuosa que solía visitar la taberna todas las noches. Siempre llevaba una falda que apenas pasaba las rodillas y unos tacones que estilizaban aún más su cuerpo. La blusa blanca tenía un exuberante escote que sus padres lo habrían encontrado como perverso. Su cabello era largo y moreno, y siempre llevaba una flor de color cerca de su oreja derecha. Su rostro era apacible y relajado, con aquellos regordetes labios y enormes ojos castaños.
Pero a pesar de ser una de las mujeres más hermosas de la taberna, no era su belleza lo que más le llamaba la atención a José. Lo que había cautivado al joven hijo de burgueses era su manera de bailar.
Había oído hablar de esos extraños bailes donde un bandoneón generaba una música peculiar, movida pero dramática, en donde hombres y mujeres se sumían en un extraño abrazo y giraban realizando elegantes formas al compás del ritmo. José jamás se había imaginado algo tan magnífico.
No importaba con quién compartiera baile; Angélica siempre era la estrella. Sus piernas se deslizaban de un lado a otro y sus tacos marcaban la angosta pista de baile que se armaba en el centro de la taberna.
Incluso con decenas de otras parejas bailando a su alrededor, Angélica siempre destacaba. Sus largas piernas parecían estar hechas para aquel ritmo particular y todos los hombres de la taberna parecían querer bailar, aunque sea una canción, con ella.
La primera noche que José descubrió a Angélica, comenzó a indagar su procedencia. Si bien todos en aquel lugar habían compartido la pista de baile con ella, nadie sabía con exactitud de dónde provenía. Algunos decían que había llegado en un barco desde la República Oriental del Uruguay; otros afirmaban que era la hija de un pobre italiano que había llegado en plena crisis europea; también se decía que era una mestiza que había viajado desde el norte argentino en busca de un trabajo digno.
Noches enteras fueron las que José pasó sentado en aquella pequeña mesa de madera, sosteniendo un vaso de alcohol, contemplando cómo Angélica se movía por toda la pista con gracia. Ella nunca bailaba con el mismo hombre en la noche. Su primo Héctor le había dicho una y otra vez que no se obsesionara con ella porque había habido muchos hombres que habían pasado por eso y habían terminado arrojándose al Río de la Plata.
Pero incluso siendo varios años mayor que él, Angélica tenía algo que José no podía explicar. Era como si en ese baile pudiera transmitir dulzura y juventud, algo que nadie más podía.
Comenzaba el verano cuando José decidió practicar y aprender a bailar ese extraño y fascinante baile. No sería sencillo, lo sabía. Pero a escondidas de sus padres, le pidió a su primo Héctor que le buscara algún profesor que se atreviera a darle clases.
Lo único que Héctor encontró fue una mujer que le doblaba en edad. Pertenecía a los barrios bajos de Buenos Aires; alguien que necesitaba la paga y enseñar a bailar era más rentable y cómodo que prostituirse.
Fue así como José terminó aprendiendo a bailar; fueron largas noches en donde los pies de José terminaban pisando los viejos zapatos de la dama.
Una noche, la mujer dio por terminadas sus clases, y José se dirigió a la taberna con la ropa más cómoda que encontró. Se había puesto unos zapatos recién lustrados y una camisa vieja que había en el armario de su padre. Tampoco quería aparentar ser de la clase alta. Lo que menos quería era captar la atención de los ladrones o los pungas. A la única persona que quería impresionar era a Angélica.
Cuando llegó a la taberna esa noche, se acomodó la camisa antes de entrar. Se podía oír la música desde fuera y los nervios invadieron su cuerpo. Sin embargo, se obligó a mantener la compostura e ingresó a la taberna.
La fiesta había comenzado y Angélica ya era la estrella de la noche. Si bien eran varias las parejas que giraban alrededor de la pista, solo una destacaba. La mayoría de los ojos estaban puestos en aquella mujer de largos cabellos oscuros.
Esa noche José se acercó a la barra y pidió algo muy fuerte para apaciguar sus nervios. No estaba seguro de qué le preparó el cantinero, pero se lo bebió todo. Era potente y algo pastoso, pero no le importó mucho. Se giró en dirección a la pista y posó sus ojos en Angélica.
Cuando la canción terminó, los hombres se acercaron a la barra para poder beber algún trago y las mujeres se sentaron en las diminutas mesas que había dispuestas alrededor de la pista.
Fue entonces cuando tomó coraje y se encaminó hacia la mesa donde estaba Angélica. La mujer estaba sentada junto a otras dos señoritas, disfrutaba de un sorbo de su bebida y en su mano derecha sostenía un cigarrillo. Se había cruzado de piernas y la falda tan corta dejaba ver mucha piel, algo que su madre consideraría descarado.