El mar es un lugar mágico, Ana. Había dicho su padre antes de embarcar en la fragata que tres días más tarde se había hundido en el mar Argentino, cerca de Puerto San Julián. Desde ese día, Ana había pasado todas sus tardes contemplando el vasto mar.
La pequeña mansión que su padre había mandado a construir diez años atrás se encontraba a escasos metros de la playa. Era lo suficientemente grande como para que Ana desapareciera de su habitación por varias horas sin que nadie lo notara. Y cada vez que el clima se lo permitía, ella se fugaba para poder meter los pies en el agua.
En aquel diminuto rincón de la Patagonia argentina, la arena era gris y el mar era tan celeste que a Ana le costaba distinguir cuándo terminaba el océano y comenzaba el cielo. Esa mañana, los vientos soplaban con violencia. La falda de Ana se mecía de un lado a otro. Había tenido que quitarse el sombrero y llevarlo en la mano; caso contrario, volaría hasta la cordillera.
Como todas las tardes, Ana se quitó los zapatos y removió sus medias para poder sentir el calor de la arena y la humedad del agua. Solía llevar con ella un pañuelo para amarrar la falda sobre sus rodillas e incursionar en el agua en busca de peces y caracoles de mar. El sol estaba particularmente reluciente y eso hacía que fuese más fácil ver a través del agua.
Ana se metió hasta las rodillas, ignorando el frío que trepaba por su espalda. El sol calentaba su coronilla y se convenció de que eso era suficiente para tolerar la gelidez del mar.
Desde que su padre había muerto, su madre odiaba el océano. Cada vez que descubría a su hija cerca del agua, comenzaba a gritar con desesperación. Cuando tenían que viajar a Buenos Aires, la obligaba a subir a una carreta hasta Viedma, en donde tomaban uno de los muchos trenes hasta llegar a la capital del país. Algo que Ana consideraba innecesario. Su madre alegaba que el mar era traicionero y que había que tenerle miedo, pero Ana creía que solo había que tenerle respeto. Era algo que su padre le había enseñado desde pequeña.
Por alguna razón, esa tarde Ana se sentía curiosa. Había llegado a meterse hasta las rodillas con mucho esfuerzo y constantes luchas consigo misma, pero ese día quería incursionar un poco más. Quería saber cómo se sentía el agua helada en su cintura.
Sabiendo que su madre la regañaba cada vez que la veía empapada, igualmente, tomó la decisión de avanzar un poco más. El mar comenzó a tragar su falda y, al poco tiempo, el agua le llegaba a la cintura. Las olas eran cada vez más poderosas y la empujaban de lado a lado, generando cierta espuma a su alrededor.
Ana alzó su mirada y la clavó en el horizonte, allí donde había visto el barco de su padre desaparecer antes de la tragedia.
Oyó una agradable melodía y por unos segundos creyó que era su mente la que la estaba inventando. Ana tardó varios minutos en darse cuenta de que aquella tonada venía del mar. Cegada por la curiosidad, comenzó a caminar en dirección a la profundidad.
Pronto el agua cubrió su torso, sus hombros y llegó a su cuello. Era la primera vez que sumergía el rostro debajo del agua desde la muerte de su padre. Ella pensó que se ahogaría, pero por alguna razón sus pulmones no pedían aire.
Comenzó a nadar en dirección a la melodía; cada vez se volvía más fuerte y agradable. Era como el cántico de una sirena en uno de los libros de piratas que su padre solía leer.
Ana se encontró nadando hacia las profundidades. La luz del sol era cada vez más lejana y ya no sentía su calor. Lo curioso era que tampoco tenía frío. Ana notó cómo su vestido se fue deslizando por su piel y a los pocos minutos se encontró completamente desnuda.
La extraña voz se hacía cada vez más potente. Fue entonces cuando divisó una gran mancha a lo lejos. Aquella cosa se movía con cierta gracia. Parecía estar feliz.
Ana comenzó a nadar en su dirección. El agua resbalaba por su cuerpo mientras ella penetraba en la oscuridad. Los rayos de sol eran cada vez más lejanos. De pronto, sus débiles y pesados brazos se volvieron fuertes y ligeros. Sus piernas ya no necesitaban mucho esfuerzo para impulsarse hacia abajo. Ana comenzó a sentirse rara a medida que se sumergía y nadaba en dirección al enorme animal que había delante de sus ojos.
Había visto animales como esos desde las costas, pero jamás había presenciado su majestuosidad tan cerca. Era tan grande que podría haberla aplastado sin problema alguno. Pero a juzgar por su actitud, parecía ser un animal tranquilo y simpático. Giraba de un lado a otro, ignorando totalmente la presencia de Ana. Movía sus aletas con gracia y, de vez en cuando, soltaba algún destello de la melodía que Ana había escuchado.
Cuando llegó a su lado, aquel animal no se inmutó. Pero lo que Ana había visto como una figura inmensa se había vuelto de un tamaño más considerable. Luego de dar tres vueltas a su alrededor, Ana cayó en la cuenta de que el animal no había perdido volumen, sino que era ella quien había crecido exponencialmente.
Su instinto le dijo que comenzara a bailar a su lado. Y eso hizo. Como si aquel animal fuera un viejo amigo, comenzó a girar a su alrededor. La melodía volvió a sonar. A Ana le pareció como si ya hubiera escuchado esa canción, mientras dormía. Una canción que provenía desde el mar, pero que jamás había estado segura si era real o producto de sus sueños.
Su compañero comenzó a nadar hacia arriba y ella lo siguió. A Ana le sorprendió la velocidad que podía tomar solo con mover sus aletas traseras. De golpe, ambos asomaron la mitad de su cuerpo y se dejaron caer de espaldas hacia el agua.
En tierra fue una de las empleadas de la casa quien encontró el sombrero de Ana tirado en la arena. Estaba húmedo, por lo que intuyeron que el agua se la había llevado.
Ana nunca más fue vista en aquellas costas. O en ninguna otra.
Los rumores decían que, ante el naufragio de su padre, ella había decidido quitarse la vida en el mar. Sin embargo, nadie nunca imaginó que esa tarde de primavera, Ana se había vuelto una con el océano.